
Este fenómeno, que a primera vista parece absurdo, tiene sin embargo una cierta lógica.
Si observamos con cuidado, advertiremos que esta inusual «movilidad de salida» de los jueces no es sino la contrapartida, equilibrada, de una amplia «movilidad de entrada». Si la gran mayoría de nuestros magistrados ingresa a la judicatura por una puerta anchísima (a menudo franqueada por cancerberos políticos) es lógico pensar que también disponen de una puerta ancha para salir. Si los motivos para designar a un juez son generalmente ligeros y superficiales, las causas de su destitución no tienen por qué ser graves y profundas.
Para poder quitarse a un juez de encima, por los motivos más banales, nuestros principales operadores jurídicos han construido una confusa y tupida jungla verbal, que es generalmente el remedio que los argentinos aplicamos cuando perseguimos propósitos inconfesables.
Si bien la Constitución dice que los jueces no pueden ser destituidos sino por delitos o mal desempeño de sus funciones, la autoridad que ejerce sobre ellos el poder disciplinario acostumbra a decir que no juzga los errores técnicos de los jueces (por muy graves que sean o por muy demostrativos que resulten de su incapacidad para desempeñar el cargo), y que su cometido «natural» es el de juzgar la «conducta» de los jueces.
Tal parece que respecto de los magistrados que ejercen el poder judicial no rige ese viejo principio constitucional que dice que «las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados».
De allí que la causal de «mal desempeño» se haya convertido de un tiempo a esta parte en un verdadero cajón de sastre en el que, sorprendentemente, no caben los juicios técnicos sobre el acierto, la justicia o la injusticia intrínseca de los pronunciamientos de los magistrados, pero sí los juicios morales más arbitrarios sobre la manera con que los jueces se comportan en su vida personal y en sus acciones cotidianas.
Dicho en otros términos, un juez puede saltarse alegremente la Ley o interpretar la Constitución a su antojo, que esto no tendrá generalmente ninguna consecuencia. Pero no puede dejar de ducharse diariamente, vivir en público concubinato, no saludar a los empleados o mantener los expedientes desparramados sobre su mesa, porque se expone a un severo juicio de destitución.
Para que estas conductas intrascendentes puedan dar lugar a un despido fulminante, nuestros cerebros jurídicos han creado -o, mejor dicho, reciclado- el horrible concepto de «gravedad institucional» (jamás mencionado en la Constitución), que vale tanto para un roto como para un descosido. Es decir que si un juez, por muy ecuánime que sea, por muy ajustadas a Derecho que sean sus resoluciones, huele a pies o en sus ratos libres acude a cabarets, no faltará alguien que diga que esos vicios amenazan directamente la solidez del edificio de la República.
Lo de la «gravedad institucional» ha pasado, en poco tiempo, de ser una enfermedad a convertirse en un remedio polivalente; en una especie de tapagrietas que oculta generalmente las fisuras en la formación jurídica de muchos de nuestros más encumbrados hombres de Derecho y sirve para dar apariencia de legalidad a los abusos y arbitrariedades más impresentables de la política.
Defensa política y espíritu corporativo
Aunque la Constitución no lo prevé expresamente, lo cierto es que la permanencia de un juez en su cargo está sometida a una reválida permanente de apoyos políticos. Así como en los sistemas parlamentarios el gobierno no puede subsistir sin el apoyo del Poder Legislativo, en nuestro sistema presidencialista, de división nítida de poderes, la suerte del Poder Judicial depende de las «mociones de censura» encubiertas que periódicamente le dirige el Poder Ejecutivo.Pocos reparan en el hecho de que un juez, individualmente considerado, ejerce todo el Poder Judicial del Estado, de modo que su destitución es un acto tan delicado como la clausura del Congreso Nacional o el descabezamiento del Poder Ejecutivo. No es aventurado por tanto decir que la destitución de un juez, sea justa o injusta, es siempre un pequeño golpe de Estado.
Un buen juez, de vida privada intachable y de impecable desempeño tiene muy pocas probabilidades de mantenerse en el cargo si de vez en cuando no levanta el teléfono y comprueba que sus apoyos políticos permanecen intactos. Aquel juez que, una vez que ha jurado su cargo, piensa que puede ejercer plácidamente hasta su jubilación sin molestarse en comprobar si sus apoyos políticos se han esfumado, comete un grave error.
Por esta razón, entre otras, es que la política está permanentemente presente en la vida judicial. Y no ocurre así tanto porque los políticos quieran entrometerse en cuestiones que no les competen sino más bien porque los jueces demandan, cada tanto, el amparo bienhechor del paraguas político.
Todo sería muy diferente si los jueces tuviesen un cierto espíritu corporativo y encomendaran la defensa de su independencia y de sus intereses a las asociaciones por ellos formadas, como ocurre en otros países. Pero esto es imposible en la Argentina, porque los jueces no pertenecen a la corporación de los jueces (allí donde éstas existen), sino después de ejercer su lealtad respecto de la corporación política, primero, y de la corporación de los abogados, después.
El Gobernador de Salta
Para finalizar, resulta imposible no referirse aquí al particular caso de la Provincia de Salta, en donde ningún juez, sin importar si es provincial o nacional, puede ejercer como tal sin contar con el apoyo explícito o la simpatía del Gobernador de la Provincia. Mientras se disfrute de aquéllos, no hay Jurado de Enjuiciamiento que valga, ni aun frente a las sentencias más alocadas o a los crímenes más escandalosos.El Gobernador suele presumir de un gran respeto hacia la independencia de los jueces, pero no vacila en anticipar condenas y en adelantar el resultado de los procesos constitucionales a que son sometidos los magistrados que ejercen en el territorio provincial. Su apoyo y su simpatía constituyen requisitos constitucionales encubiertos para que un juez mantenga su cargo.
En el momento en que estos apoyos o estas simpatías desaparecen, el elegido cae automáticamente en desgracia y los mecanismos de destitución se ponen rápidamente en marcha, favorecidos por la enorme flexibilidad de esa jungla verbal de la que hablábamos antes. Cuando el Gobernador de Salta emite su inapelable juicio, el aleteo de una mariposa en un Juzgado puede ser considerado como «mal desempeño» y una ventana mal cerrada en la mesa de entradas puede ser constitutiva de extrema «gravedad institucional».
Lo más llamativo de todo es que de tanto en tanto el Gobernador envía a su Ministra de Justicia a los Estados Unidos a contarle a los norteamericanos sobre los grandes progresos de Salta en materia judicial. Si los norteamericanos supieran de verdad cómo funciona la justicia en Salta y hasta qué punto los deseos más pedestres del Gobernador de la Provincia se convierten en imperativos de obligado cumplimiento para quienes ejercen el Poder Judicial, tal vez la señora Ministra dejaría de ser bienvenida en los Estados Unidos.