La casa de uno es el verdadero refugio de la libertad

  • Por segunda vez desde que el pasado 14 de marzo el gobierno español declarara el estado de alarma, y por primera vez desde que el pasado sábado día 2 de mayo entró en vigor la fase 0 de lo que llaman aquí la ‘desescalada’, he salido a la calle. Las dos veces han sido para comprar alimentos.
  • Lecciones del confinamiento

Aunque aquí siempre se ha podido salir al supermercado o a la farmacia, ahora el gobierno permite a las personas de mi edad salir a pasear en dos franjas horarias (de 6 a 10 por la mañana y de 20 a 23 por la noche), siempre y cuando el municipio en el que vivamos tenga más de 5.000 habitantes. En aquellos que tienen una población menor se puede salir a cualquier hora.


El señalamiento de estos horarios por el gobierno ha supuesto un grave problema para algunos municipios, como el madrileño de Cerceda, que tiene un padrón de 5.001 habitantes y que por una sola persona debía someterse a las restricciones de los desplazamientos. Un problema que los cercedeños aparentemente han resuelto por las bravas, ya que en las últimas horas se ha sabido que un vecino de la localidad ha muerto «en extrañas circunstancias».

Tengo que decir, para el que esté interesado en este tipo de cuestiones, que salir a la calle después de tantos días de encierro no me ha provocado ese orgasmo cívico que mucha gente dice haber experimentado. Tampoco he visto a ríos de gente por la calle, y los pocos transeúntes que he visto iban protegidos por sus mascarillas y observando la distancia de seguridad. A pesar de que en algunas partes del norte del país las temperaturas son de verano, no hay noticias de playas repletas ni de parques en donde la gente se dé de codazos para encontrar un lugar. Como no podemos dar paseos a una distancia mayor de un kilómetro de nuestros domicilios, intuyo que todas las personas a las que he podido ver en la calle esta mañana son vecinos míos, y tengo que reconocer que, como ciudadanos, su comportamiento me parece ejemplar.

Justamente por la limitación de nuestros desplazamientos es que me permito desconfiar todos los días de las informaciones que se publican en Salta sobre que «en España» la gente se comporta de una determinada manera. Si ya es muy difícil saber lo que ocurre allí donde termina el campo visual de nuestra propia ventana, y si los que tienen suerte no pueden alejarse más de un kilómetro de sus casas, mucho más difícil es aventurar lo que está pasando «en España», que es un territorio muy amplio y variado.

No es por nada, pero por esta zona no ha habido femicidios, y si los hubiera habido, dudo mucho de que el Fiscal General del Estado, o el director de la Guardia Civil se hubieran atrevido a convocar a la población entera a perseguir y castigar a los culpables. Tampoco ha habido linchamientos a domicilio, colas para pagar impuestos, carreteras cortadas y legiones de uniformados en las calles intentado de que la gente cumpla con algo que no parece muy natural que digamos. El confinamiento tiene un color y un sabor diferente allí donde las libertades son verdaderamente un asunto importante, pero no me voy a detener en esto puesto que cada vez es más difícil, cuando no peligroso, comparar realidades e idiosincrasias diferentes.

Felizmente no estoy en la lista de aquellos que han descubierto los encantos de su propia casa gracias al encierro. A decir verdad, mi forma de vivir ha cambiado muy poco antes y después del confinamiento. Me doy cuenta de que para otros el cambio ha sido tremendo. Por ejemplo, para aquellos que se habían acostumbrado a vivir la mayor parte del día en la calle, en el trabajo y en los bares; para aquellos que apenas si hablan con sus hijos, a los que les cuelgan una llave en el cuello y dejan estacionados, primero en los colegios y más tarde en las innumerables academias de actividades extraescolares. Ellos han descubierto un mundo que desconocían. Yo, por suerte, no.

No me da vergüenza decir que yo vivía encerrado desde antes, subiendo y bajando las persianas según mi estado de ánimo. Como padezco de algo que se llama reverse SAD (reverse seasonal affective disorder), las levanto cuando los días están nublados, lluviosos y fríos y las bajo cuando pega el sol o aprieta el calor. Esta particular condición es la que permite, quizá, que el mío no sea un encierro estéril y contemplativo, como el de aquel que solo desea salir a la calle a hacer cualquier cosa, ya sea porque su casa es pequeña, porque no soporta a su cónyuge o simplemente porque afuera del hogar encuentra distracciones y placeres que en su casa se le niegan.

Aunque es pequeña y modesta, mi casa atesora prácticamente todo lo que necesito para ser libre, que es una obsesión que en mi caso precede al deseo de ser feliz. No es mucho, pero para mí es suficiente. Es decir, no necesito el contacto frecuente con el exterior para sentirme libre, y, si acaso, la libertad que ejerzo de puertas hacia adentro es diferente a la que podría ejercer hacia afuera, porque afuera siempre está «el otro» y su sola existencia (amenazante, según Hobbes; apacible, según Rousseau) impone una razonable limitación a la extensión de mi propia libertad.

Cuando estoy fuera y en contacto con los otros, mi idea de la libertad se conecta inmediatamente con el respeto hacia los derechos de los demás y la conciencia de mis propios derechos (tanto de su existencia como de sus límites). Es decir, que solo me siento y me reconozco libre en la medida en que me es permitido cumplir con la ley. Cuando alguien la transgrede -y especialmente si ese alguien soy yo- mi sensación de libertad desaparece de inmediato, puesto que en el momento en que alguien se salta las normas, sin que nadie lo reprenda; en el momento en que somos o nos sentimos «libres» para dañar a los demás, en ese momento nos desligamos de la ley y perdemos todos la libertad, que en definitiva se identifica con la esfera de todo aquello que nos es permitido.

Por eso, la libertad que te da tu propia casa -aunque alguien nos quite la libertad de abrir la puerta para ir a jugar- es algo mágico, que merece un elogio entre tanta mala prensa que en estos días tiene el encierro.

A personas como yo, que disfrutan intensamente de su propia casa, les resulta absurdo que venga alguien y le recomiende los seis mejores libros para pasar el encierro, le pase recetas de cocina, le enseñe puntos de bordado, le aconseje leer cuentos a los niños, le sugiera canales de YouTube o le diga que hay que abrir la ventana para que las personas mayores puedan ver la luz. Es decir, que le den consejos como si uno no tuviera nada para hacer en la casa o no supiera cómo hacerlo. Los (y las) que se pasan toda una tarde, de pie, planchando o higienizando los baños saben perfectamente de lo que hablo. Las casas no se han inventado para la gente que las habita se aburra, precisamente.

Para mí, la casa es un laboratorio del pensamiento, una factoría de ilusiones 24/7, un taller de sabores, un refugio de lo más privado de nuestra esencia humana. Es el lugar donde todo está en movimiento permanente, de donde surgen las ideas y se procesan antes de que se pongan en acción. Si Newton necesitó de un manzano para formular su ley de la gravedad, los que vivimos en este pequeño laboratorio que llamamos «casa» necesitamos de menos estímulos visuales y físicos para experimentar todos los días con diferentes fórmulas para vivir, o simplemente para entender la vida; un empeño que aunque parezca ligero, es uno de los más complicados y difíciles de llevar a cabo a lo largo de nuestra existencia.

La casa es y será siempre una extensión de nosotros mismos. Un espejo de nuestras contradicciones. Las personas y los lugares en los que vivimos estamos permanentemente ligados a través de un conjunto de intercambios que producen efectos mutuos debido a que son parte de un único y singular sistema interactivo.

Nuestra casa es algo así como el Oráculo de Delfos, puesto que en su interior, antes de plantear cualquier consulta a los dioses, los misterios domésticos nos obligan a investigar nuestra propia esencia, nos invitan a conocernos a nosotros mismos. La casa, y no otro lugar, debe ser el punto de partida para comprender el mundo.

Por eso es que hoy, después de haber salido y regresado sano y salvo de mi breve periplo por Vulcano (me resulta inverosímil creer que lo que he pisado esta mañana sea el planeta Tierra), siento que debo refutar esa frase que, según parece, ha salido del Vaticano y que llama a los hombres y las mujeres a emplear «la creatividad del amor para vencer el aislamiento». En realidad, el aislamiento no es el enemigo a vencer en esta batalla; el aislamiento es nuestro aliado en esta campaña que todo el mundo ha emprendido para derrotar al virus.

Aislarse no significa renunciar ni a la vida, ni al amor, ni a la creatividad. Ninguna de estas actividades humanas son incompatibles con el hecho de vivir aislado en la propia casa de uno. Más bien, todo lo contrario: El ser humano aislado en su casa se ha revelado poderoso como casi nadie pensaba que era. Si hoy el mundo se mueve, no es tanto por los que siguen haciendo más o menos lo mismo que hacían antes de que se decretara el confinamiento, sino por la acción de aquellos que desde sus casas controlan sus industrias, remuneran a sus empleados, gobiernan sus países, curan enfermedades, resuelven conflictos legales, estimulan y practican la solidaridad de sus semejantes o mantienen informada a la población. El poder de hacer cosas como estas, que antes se concentraba en algunos edificios casi de culto, ahora está muy democráticamente repartido en millones de hogares, quizá no tan modestos como el mío, pero en el que sus moradores son tan libres como lo soy yo para dirigir sus vidas.

Por todas estas razones es que hoy quiero rendir un homenaje a los millones de seres humanos que no tienen pensado salir a tomar por asalto las calles, los parques y los espacios públicos cuando todo vuelva a la normalidad y que planean seguir ejerciendo su soberana libertad en los confines de su propia casa, con tranquilidad y sin apuros. Muchos de ellos seguirán moviendo el mundo y haciendo que los gobiernos se tambaleen desde la cocina de sus casas o enviando audios de WhatsApp mientras tiran de la cadena del baño. A esto hemos llegado, no porque la pandemia nos haya privado de derechos sino porque el gran descalabro ha hecho posible que nos diésemos cuenta de lo realmente valiosos que son los derechos que aún ejercemos y de los que, gracias a esa nueva Fortress of Solitude que es nuestra casa, no nos desprenderemos jamás.