La oceánica ignorancia de las personas en la sociedad del conocimiento

Sociedad del conocimientoCuando era un crío de ocho o diez años, soñaba con hacerme millonario ganando el premio mayor de un concurso de preguntas y respuestas. Algunos años antes, mi hermano mayor había ganado, con insultante solvencia, el famoso concurso 'Vístase Gratis' de LV9 Radio Güemes, que no le reportó millones en metálico, sino un completo guardarropa. En mi ingenuidad, aquélla me parecía una forma muy legítima de ganarse el sustento.

Está mal que yo lo diga, pero es cierto que a mi corta edad sabía muchas cosas. Por ejemplo, los títulos y los autores de una colección de libritos marxistas de la editorial Coyoacán, las capitales de casi todos los países del mundo entonces conocidos, los nombres de los reyes visigodos, los presidentes argentinos (incluidos los ilegítimos) o los cincuenta estados de la Unión, por orden alfabético.

A mi curiosidad natural unía una especie de prodigiosa retentiva, de modo que pensaba que sería capaz de bordarla en un programa de preguntas y respuestas.

Años más tarde, la realidad me iba a enfrentar a Silvio Soldán, el conductor de Feliz Domingo, en los viejos estudios de Canal 9 de la avenida Figueroa Alcorta. Tras dirigir con maestría a la orquesta del maestro Eddie Pequenino y ganar la prenda que nos habían asignado, mi colegio dependía de mis amplios conocimientos para ganar un pasaje gratuito a Bariloche "con toda la división", si era capaz de responder a una sola pregunta.

Respondí mal y me volví a casa, hundido, pero más que eso, convencido de que tantos años de aprender cosas, a la hora de la verdad, no me habían servido de nada.

A pesar de aquel traspié, me empeciné en seguir aprendiendo, con la esperanza de que la vida me concedería una segunda oportunidad con Silvio Soldán, que por cierto nunca llegó.

Desde entonces es que pienso que saber un poco más que los demás es útil, no para ganar millones ni para ser "el alma de las fiestas", ni para ejercer de pedante erudito, sino simplemente para enfrentar mejor los desafíos de la vida y para no dejarse atropellar por los poderosos.

Esta forma de pensar ha entrado en crisis, hoy precisamente, después de leer en El País un artículo del crítico literario J. Ernesto Ayala-Dip, titulado "La peluquera de Habermas".

Dice el autor haber constatado "el progresivo adelgazamiento de conocimientos generales que se instala en la gente con inquietante inercia" y "un creciente desdén por saber cosas". Es probable -dice Ayala-Dip- "que la gente haya renunciado a saber cosas simplemente porque con eso no se gana dinero ni fama, por lo menos no tanto dinero ni tanta fama como la que obtienen algunos personajillos televisivos gracias precisamente a su oceánica ignorancia".

Lo más preocupante, sin embargo, viene a continuación: "Mucho me temo -dice el autor- que la cacareada sociedad del conocimiento será una utopía, y que lo que nos espera en un futuro muy cercano es la ignorancia de nuestra propia entidad como seres pensantes y almacenadores de infinitos saberes".

No puedo menos que darle la razón y aventurarme a pensar que dos de las herramientas fundamentales de la llamada sociedad de la información -Google y la Wikipedia- están contribuyendo a hacernos más ignorantes.

El problema no reside en estas herramientas en sí mismas, de cuya creciente utilidad no se puede dudar, sino en el uso inconsciente que hacemos de las mismas.

El verdadero quid de la cuestión reside en la inmediatez de las consultas a estos gigantescos repositorios de información y en el muy fácil acceso a sus contenidos.

Lo que quiero decir es que, desde el momento en que los seres humanos -que no somos tontos y que, en el fondo, somos unos gandules- nos damos cuenta que tanto Google como la Wikipedia "están allí", a tiro de honda, para solventar cualquier duda, para dar todas las respuestas, ya no hacemos esfuerzos por retener y por aprender, como lo hacíamos antes.

Solo una minoría muy selecta emplea estas herramientas como antiguamente se hacía con los libros, a los que -vale la pena recordar- abríamos para aprender y a los que no cerrábamos sin experimentar la sensación de haber aprendido.

Hoy, parece que ya no es necesario "aprender" de Google o de la Wikipedia porque siempre están allí, a un clic de distancia, sin necesidad siquiera de hacer el esfuerzo de bajar el libro del estante, de abrirlo con las manos y de pasar las páginas con los dedos.

Uno de los efectos más notables de todo esto es que los padres enseñan cada vez menos cosas a sus hijos y responden menos a sus preguntas. Antes de preguntarle a su padre quién fue el conquistador de México, los niños prefieren preguntarle a Google, y no porque Google sea más cariñoso o más sabio, sino simplemente porque en una gran mayoría de casos, comprueban que el padre, antes de responder por sí mismo, se dirige también a Google.

No quiero presumir de nada, pero en casa mi mujer y yo nos encargamos de responder a las tremendas preguntas de nuestro hijo de ocho años y de hacerlo "a tumba abierta", es decir, sin red, expuestos a cometer errores y muy gordos.

Por supuesto, después de responder con una sonrisa y, a veces, con aires de sabio griego, salimos corriendo (sin que el niño nos vea) y nos conectamos nerviosamente a Google (o a la Wikipedia), para confirmar si hemos acertado o, como sucedió con Silvio Soldán en 1974, si hicimos papa de una forma vergonzosa.

Desgraciadamente, así funciona la nueva sociedad "del conocimiento".