
Hoy me propongo ampliar la lista a los famosos Pactos de La Moncloa, a los que señalo como responsables directos del extravío de la democracia argentina, reconquistada, para bien y para mal, en diciembre de 1983.
Los "Pactos" -que como todo el mundo sabe son españoles, como el toro de Osborne y la tortilla de patatas- comenzaron a agitar nuestra incipiente vida política democrática, no porque fuesen entonces modelo de nada, sino porque quien primero habló de importarlos -el presidente Alfonsín- se enfrentó, nada más llegar al gobierno, con un escenario político y socioeconómico casi terminal, muy parecido al que, a mediados de 1977, amenazaba con tumbar al enclenque gobierno del presidente Adolfo Suárez.
En efecto, el gobierno surgido de las primeras Cortes Generales posfranquistas, tras las elecciones de junio de 1977, era un gobierno que no disponía de la mayoría parlamentaria y que nació ya jaqueado por una inflación galopante, por el desequilibrio de las cuentas públicas, el aumento del desempleo por el regreso de la emigración, el declive de las industrias tradicionales, el tremendo déficit exterior, la obsolescencia del modelo económico y social corporativista e intervencionista del franquismo, la consolidación de los sindicatos de clase y la emergencia de nuevos agentes políticos y sociales.
Desde entonces, los Pactos de La Moncloa son una especie de "elefante blanco" para la democracia argentina; una vaca sagrada, una ultima ratio de la que se hace preciso tirar cuando el país toca fondo, esto es, cada cuatro o cinco años. Antiguamente, cuando cosas tan terribles como esta ocurrían, el elefante blanco era la llamada "oficialidad joven", por lo que las crisis más o menos terminales no terminaban con "música de pactos" sino más bien con "ruido de sables".
Al cabo de todos estos años, he llegado a aborrecer tanto a los Pactos de La Moncloa como a los golpes militares, porque ni unos ni otros consiguieron construir nada positivo en la Argentina.
Hay, entre ellos, sutiles diferencias, claro está. Todos más o menos sabemos cómo funciona un golpe militar, y una mayoría, aun sin formación y sin entrenamiento, es capaz de llevar a cabo uno. Con tal, sólo es cuestión -solía decirse antiguamente- "de tener los fierros adecuados".
Pero muy pocos saben en la Argentina ni siquiera qué fueron en realidad los Pactos de La Moncloa, quiénes lo suscribieron, con qué propósitos y con qué grado de suerte. Muy pocos sabrían, en consecuencia, cómo "reeditarlos" provechosamente en la Argentina. Por no saber de pactos, ya nos hemos olvidado del de Olivos, del Federal, del de San Nicolás de los Arroyos, del Roca-Runciman y del más vernáculo Güemes-Rondeau, firmado en Cerrillos. Los "pactos" no son, desgraciadamente, algo frecuente en la historia argentina, en la que han tendido a prevalecer lo que los españoles llaman "dos cojones", esto es, el principio de autoridad puro y duro.
La creencia popular es que los Pactos de la Moncloa fueron la razón -no la primera, sino acaso, la única- que permitió a la democracia española (que nació con mucho más riesgos de estrellarse que la Argentina) salir a flote y convertir un país atrasado en una de las principales potencias del mundo, sólo en un par de décadas.
Pero ¿quién tiene la receta de semejante milagro? se preguntaron una y otra vez en la Argentina. ¿Dónde están quienes lo pueden hacer posible entre nosotros? Así, recurrieron a expertos argentinos exiliados que habían presenciado la transición pero que ninguna injerencia tuvieron en la formulación de los Pactos. Otros se arrogaron absurdas especialidades sobre los Pactos, a los que no habían visto ni siquiera en la televisión. Se tejieron novelas y se alimentaron fantasías de todo tipo, como que los Pactos habían sido impulsados por los sindicatos para reivindicar aumento de los sueldos, o que habían sido impuestos por la Casa Real, o que su contenido era exclusivamente económico, o que eran la "obra cumbre del gobierno de Felipe González". Otros sostuvieron la idea de que los Pactos eran solamente políticos y que ellos solos, sin la ayuda de otros recursos y el concurso de otras voluntades, apuntalaron la transición española.
Resultado: los Pactos de la Moncloa nunca se reprodujeron en la Argentina y a ello debería agregar el adverbio "felizmente", ya que la estatura de los políticos argentinos ha estado siempre muy por debajo de la que tenían -y en algún caso, mantienen- los que concurrieron a apuntalar la transición en España, y porque si algo sabemos los argentinos de pactos y de acuerdos es cómo eludirlos, adulterarlos y dejarlos de cumplir. Muy pocos en la Argentina se animarían a proponer una nueva "Moncloa", si supieran que lo que hicieron realmente aquellos históricos pactos fue poner los cimientos de una fiscalidad seria, moderna y rigurosa como la que hoy sostiene al enorme aparato estatal español. En otras palabras, que si se supiera que los "Pactos" nos harán pagar impuestos a todos, nadie los propondría, nadie los firmaría en la Argentina.
Reutemann y el motor de la Targa Florio
Escribo estas líneas y empleo este tono porque acabo de leer en la siempre bien informada columna que Jorge Raventos escribe para Iruya.com que el senador Reutemann dijo, sin apenas ruborizarse: Me dio la impresión por lo que lo escuché que (Duhalde) quiere hacer cuestiones muy similares al Pacto de la Moncloa, hacer un acuerdo entre todas las fuerzas políticas del país de un plan estratégico de 10 años. Me pareció una cosa bastante razonable.
Pienso que si el senador -mi antiguo ídolo juvenil- supiera de lo que realmente van los Pactos de la Moncloa, no se hubiera expuesto, innecesariamente como lo ha hecho, a quedar desairado por la realidad. Desearía pensar que, si en 1980, Frank Williams le hubiera propuesto a Reutemann correr con el motor con que Gigi Villoresi ganó la Targa Florio en 1939, y al mismo tiempo Williams hubiera intentado convencer a nuestro piloto que con ese motor iba a ganarle a Alan Jones, Reutemann no se lo hubiera creído.
Cada cierto tiempo me veo obligado a pasar con mi coche por la parte del Palacio de La Moncloa que es visible desde la avenida de Puerta de Hierro (la A-6). Cada vez que lo hago maldigo el día en que los Pactos trascendieron su acotado ámbito nacional para convertirse en la "Musa de la Transición Argentina", como Alaska lo fue para Almodóvar en los primeros años de la "movida madrileña", en ese oscuro objeto del deseo (para mentar también a Buñuel) del gobernante de turno. No tengo nada en especial contra el Palacio que fue del Conde de la Monclova (nombre americano, de una ciudad del Estado de Coahuila, en México), ni contra su historia y, menos, contra sus sucesivos moradores, a los que he respetado, respaldado con mi voto y llegado a admirar en algún caso aislado.
Pero todavía no soy capaz de mirar aquella edificación sin pensar al mismo tiempo que los malditos Pactos sólo contribuyeron a enrarecer la democracia argentina, a evitar el cierre del ciclo de su consolidación, a mantenerla en vilo durante décadas, al erigirse en una de las tantas promesas perpetuas que no se cumplen, para solaz de los políticos y martirio de los ciudadanos.
Los Pactos de la Moncloa son la versión civil de las tropas del general Alais, que en 1987 se desplazaban desde Rosario y la Mesopotamia hacia Campo de Mayo para "defender la democracia" y que no llegaron nunca. Espero que el viejo general artillero, si es que aún conduce vehículos, no se vea nunca atrapado en un atasco en la Panamericana. Tal vez si ello ocurre, se dé cuenta de una vez de lo mucho que algunos ciudadanos esperamos su llegada para conjurar los lamentables sucesos de la Semana Santa de aquel año. Dice la sabiduría popular, que el general lamentó en abril pasado el fallecimiento del expresidente diciendo: "Lamento profundamente el deceso del doctor Alfonsín, porque justo estábamos llegando a Campo de Mayo". De paso, recomiendo vivamente la lectura de este genial periódico digital, falaz pero sumamente honrado.
Otra vez la política
Duhalde no es -lamentablemente y con todo respeto- ni Adolfo Suárez ni el profesor Fuentes Quintana, inspirador del bloque económico de los Pactos de La Moncloa. Dejar librado a la buena estrella del expresidente de facto la suerte de la democracia argentina supone, en el mejor de los casos, colocarle al hombre una pesada mochila, y, en el peor, volver a supeditar la importancia de las instituciones a la existencia de hombres providenciales.
Ahora, junto a los sueños de un "Pacto al estilo español" vuelven a reverdecer los anhelos de "un plan estratégico a diez años". Un segundo "elefante blanco", que la propia dinámica de acuerdos en España desmiente. Los Pactos de La Moncloa no instituyeron ningún "plan estratégico" de largo plazo; sólo atacaron la coyuntura, como debía de hacerlo. Una larga serie de grandes acuerdos interconfederales (1978-1988) sellados entre los principales agentes sociales, con activa presencia de técnicos argentinos (salteños, para más señas), fue la auténtica "responsable" del milagro español. No un "plan estratégico".
Como ciudadano argentino, sólo deseo que las cosas salgan bien y que el país enderece su rumbo. Lo que pretenden quienen evocan los antiguos "Pactos" no es convertirnos en España de la noche a la mañana sino -entiendo yo- rescatar a la política de su olvido. Me refiero a la política de la conciliación y el acuerdo de los intereses divergentes. Se están dando cuenta, tarde, pero lo están haciendo, de que ningún iluminado puede tirar del carro solo y que es necesario, siempre, acordar y pactar con las fuerzas minoritarias algunos aspectos esenciales de la gobernabilidad, cuando no todos. Sólo quisiera recordar que los "sabios" que firmaron los Pactos de La Moncloa, en su resumen de trabajo, expresaron: "Ha sido motivo de especial consenso la necesidad de que los costes derivados de la superación de la crisis sean soportados equitativamente por los distintos grupos sociales, así como la exigencia de democratización efectiva del sistema político y económico que ello habrá de comportar para su aceptación por el conjunto de la sociedad".
A este texto y a esta madurez sólo se llega mediante la política, es decir, mediante la convocatoria y la audiencia de todas las fuerzas políticas y sociales, sin exclusiones de ninguna naturaleza, sin imposiciones de los más poderosos y con un gran sentido del sacrificio de las visiones e intereses sectoriales. Ésto es la política: la que concluye en pactos y no en imposiciones mayoritarias, por muy democráticas que sean.
Y si Reutemann está por la labor de cimentar el futuro del país en base al consenso, debería empezar por no desentenderse de su responsabilidad y amenazar con dejarlo todo en manos de Duhalde. El senador es también responsable de llevar adelante una política de acuerdos, ofreciendo acordar él primero y, de ser posible, poniendo sobre la mesa la posibilidad de liquidar definitivamente al Partido Justicialista , al que él pertenece, que es, desde siempre, el principal obstáculo para que la Argentina alcance la consideración de una sociedad libre, justa y democrática.