
Sometido a los huracanes de la crisis, el país tiene que analizar cuáles son los puntos sólidos sobre los que puede afirmarse para encarar una recomposición democrática del sistema de poder a partir de la emergencia.
Las crisis operan simultáneamente sobre distintas capas del edificio político e institucional, desde las más superficiales a las más profundas, y a mayor potencia de la crisis más vertiginoso se vuelve el daño. Cuando se procura dar respuesta a una debilidad política afectando el tejido legal más profundo (forzando, por caso modificaciones en el calendario electoral que es ley) se está ampliando el alcance de la crisis. Cuando, ante la ausencia de los resultados que se esperaban de esos trastornos legales, se revira la apuesta corrosiva con un invento como el de las candidaturas testimoniales, la erosión avanza. La Iglesia, que tiene sensores en todos los estratos de la sociedad, y muy especialmente en los lugares más humildes, donde no llegan los encuestadores, mira la situación con inquietud ante la posibilidad de que el kirchnerismo, para mejorar su posicionamiento, ensaye nuevas jugadas que profundicen el deterioro institucional, señala el columnista especializado de Clarín..
El país no tiene, en rigor, tantos pilares sanos sobre los que asentarse. Los partidos, que en la primera década democrática constituían un tejido social amplio y activo, exhibían conducciones representativas y legítimas votadas en procesos internos de masiva participación, hoy se ven escuálidos. El oficialismo es, cada vez más notoriamente, antes que un partido con vida interna genuina, una estrecha liga de funcionarios estatales, que tiene dificultades para armar sus listas electorales si no cuenta con recursos públicos, sean estos monetarios o humanos. En la oposición, salvo excepciones honrosas pero proporcionalmente menos significativas, las construcciones se basan ante todo en decisiones personales de algunos referentes. Las estructuras partidarias, edificadas para abarcar permanencias más largas y producir el clivaje entre identidades tradicionales y cambios de época, se ven contaminadas por la lógica de lo efímero, por el tiempo real de las tecnologías de la información, que promueve o entierra en el curso de horas o días, temas o perfiles personales, que esculpe o pulveriza liderazgos. La política, como arte de la construcción de afecto social y expresión simultánea de diversidades y de capacidad de conciliación y convergencia, cede su paso a la antipolítica, a la confrontación y la desconfianza, o al sedicente neutralismo de la gestión, teme la discusión de valores y proyectos.
En las últimas semanas, reflejo de la crisis, un miembro de la Corte Suprema planteó la modificación del régimen presidencialista de la Constitución histórica y su reemplazo por un sistema parlamentarista, a la europea. No se trató de una ponencia teórica o de una mirada para el mediano o largo plazo, sino de una ocurrencia destinada a dar respuesta rápida a las dificultades actuales del sistema político, adaptando para eso el sistema institucional con intervenciones quirúrgicas. Las Constituciones no pueden ser reflejos de una urgencia, no son medidas o normas de circunstancia, no pertenecen a la lógica de ocasión del tiempo real; son expresión del tiempo más extenso de la convivencia nacional. Son la carta de garantías que el pueblo en su diversidad se da para reglar la vida en común y para defenderse de los abusos o extravíos de aquellos a quienes otorga mandatos.
Reformada en 1994, nuestra Constitución es desobedecida en asuntos de diversa importancia; en primer lugar, algunos que hacen a la integración con equidad de la Nación argentina, como la reforma del régimen de coparticipación que reclamaba para antes del fin de 1996. Esa reforma reclamada con insistencia por los estados provinciales- es una de las claves para dar respuesta a la demanda de federalismo que viene desde el fondo de la historia argentina y que el choque del gobierno central con el campo ha reactualizado dramáticamente.
Las debilidades institucionales, las desobediencias a la Constitución, la escualidez o colonización estatal de los partidos políticos, la presión permanente del Poder Ejecutivo sobre los otros poderes, el propio funcionamiento bicefálico (por decir poco) del Ejecutivo, los ataques abiertos o solapados a la prensa que esta semana denuncio ADEPA, son otras tantas manifestaciones de fragilidad, que nos vuelven mucho más vulnerables a las crisis y en última instancia determinan que las adversidades que sufren los ciudadanos y constituyen sus preocupaciones prioritarias (seguridad, desempleo, economía, educación) queden sin la debida respuesta.
El esfuerzo que demanda una crisis de gobernabilidad en ese horizonte de instituciones debilitadas es mucho mayor: no queda otra que construir con los materiales que ofrece la realidad (es lo que hay) y a partir de ellos enfrentar la emergencia con una amplia concertación de fuerzas políticas y sociales que permita salir de la crisis. El apuntalamiento de la coyuntura tanto como la edificación el futuro dependen de ese esfuerzo y de la capacidad de vincularlo a un programa de crecimiento basado en la producción competitiva y en la reinserción internacional.