Libertad de expresión en Salta: ¿qué está en juego?

El periodista Sergio Poma acaba de ser condenado en Salta a prisión en suspenso con accesoria de inhabilitación personal en el ejercicio de su profesión, en la querella por injurias que le iniciara el gobernador de Salta. Dejando necesariamente aclarado que no he leído los fundamentos del fallo, la ocasión es más que oportuna para analizarlo desde una perspectiva más político-institucional que jurídica, por lo que está en juego. Gustavo BarbaránPor el motivo expuesto y dada mi condición de abogado, no voy a hacer acá el análisis jurídico de una sentencia que se inscribirá en los anales de la jurisprudencia, no sólo nacional pues me parece que tiene destino de Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Por lo pronto diré que más allá de las chispas y refucilos en torno de la imputación misma (y a los aspectos procesales invocados), obviamente está en juego el derecho humano de libre expresión pero en el contexto de una sociedad que aún no ha terminado de acomodarse o de aceptar las reglas de juego de la democracia republicana.

{sidebar id=9}En una democracia frágil como la nuestra, se necesita más libertad de expresión, en especial cuando el control de los actos de gobierno es lábil. La gravedad institucional de impedir a un periodista ejercer su profesión, es suficiente motivo para movilizar la conciencia ciudadana.

A muchos lectores alejados de los entremeses jurídicos, pero con desarrollado sentido común, les interesará saber que tanto la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, poseen jerarquía constitucional, según lo establecido por el art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional en virtud de la reforma de 1994.

El derecho humano a la libertad de expresión está consagrado en el art. 13 y art. 19 de tales instrumentos, respectivamente. Considerando sobre todo al texto del primero de ellos, el Pacto de San José define y establece condiciones para invocar y ejercer esa preciada garantía constitucional. Veamos.

El derecho a la libre expresión posee cuatro dimensiones, según ese artículo: libertad de pensamiento, libertad de buscar información e ideas, libertad de difundirlas y libertad de recibirlas. Estamos entonces frente a un plexo conceptual que protege mucho más que a las personas frente a un micrófono, a una cámara de TV o a una computadora, para decir lo que le venga en ganas.

Pero no hay libertad de expresión si no se resguarda la libertad de pensamiento, la cual a su vez requiere como paso previo el derecho a opinar. La libertad de opinión es un primer motor que mueve al resto en aquellas dimensiones, ya que si “opino” (es decir cuando discurro sobre las razones, probabilidades o conjeturas referentes a la verdad o certeza de una cosa, según la Real Academia) “materializo” -por decirlo así- el derecho de expresión: nadie puede prohibirme o discriminarme a causa de mis opiniones.

A lo dicho debe agregarse que una búsqueda de información (puesto en dimensión ética: búsqueda de la Verdad) es una vía de ida y vuelta, en tanto, por un lado, yo investigo y el Estado no debe interferirme; por otro el Estado debe proveerme la información que necesito. ¿Es esto irrestricto? De ninguna manera, pero el límite debe estar siempre claramente previsto por ley (seguridad nacional, por ejemplo).

En noviembre de 1985, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una opinión consultiva (OC-5/85, en el asunto referido a la Colegiación de Periodistas en Costa Rica), que introdujo la cuestión social al reafirmar que la libertad de expresión necesita que el opinante no sea arbitrariamente “menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento”, pero implica también “un derecho colectivo a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno”.

Por último, y en cuanto a los límites de la libertad de expresión (la famosa tensión entre libertad personal y “responsabilidades ulteriores”), basta remitirnos al caso Verbitsky, querellado en su momento por el juez Belluscio a raíz de una expresión que éste consideró injuriosa hacia su persona, luego resuelto amistosamente entre ambos en el ámbito de la Comisión Interamericana. El resultado fue la ley nº 24.198/93, que derogó el delito de desacato previsto en el art. 244 del Código Penal.

En fin, si todo esto algún día llegara a emprolijarse se lo deberemos a Sergio Poma. Hasta tanto, yo periodista en Salta estaría cortando clavos.

(*) Abogado. Presidente del Movimiento de Integración y Desarrollo en Salta. Candidato por la Concertación Unión Cívica Radical – MID.