Don Mamaní, un guía ilustrado

La próxima vez que ingrese a nuestra Iglesia de San Francisco, hágalo a la hora de las visitas guiadas. Vivirá una experiencia inolvidable. Carlos Marcos MamaníNo es costumbre de los salteños que asisten habitualmente a la bellísima Iglesia de San Francisco traspasar su atrio central ni extender el recorrido mas allá de sus naves laterales.

En unos casos su sentido de lo místico y en otros una casi total ausencia de curiosidad, les lleva a permanecer largos ratos ensimismados y reclinados sobre sus bien conservados bancos de madera, o a escuchar solemnes misas.

Las misas de San Francisco son, por cierto, más solemnes que las que se dicen en otras iglesias del centro de la misma ciudad de Salta, que parecen deslizarse por la peligrosa senda del folklorismo religioso y en las que reinan la informalidad y, en algún caso, esa fea mezcla de lo sagrado con lo vulgar; iglesias, en suma, en donde el bombo legüero ha suplantado al imponente sonido del órgano, y los olores de detergentes domésticos sobrepujan al santo incienso.

La mayoría de nuestros comprovincianos conoce lo esencial de la historia de este imponente edificio erigido centenares de años atrás por sacerdotes, arquitectos y maestros mayores de obras todos de inspiración itálica:

Qué fue allí donde el General Manuel Belgrano agradeció a Dios por el triunfo en la Batalla de Salta; qué reposan aquí los restos de don Francisco de Gurruchaga, el creador de la fuerza naval argentina, y los de la madre de don Martín Miguel de Güemes y Goyechea (conviene añadir aquí el segundo apellido del héroe gaucho para evitar malos entendidos); que la campana mayor está hecha con el hierro de los cañones utilizados en aquel 20 de febrero.

Y poco más.

Sin embargo, los turistas (curiosos por definición) que visitan este monumento salen henchidos de sabiduría luego de escuchar las magistrales disertaciones del más exquisito guía de museo que haya conocido la Salta contemporánea.

Me refiero a don Carlos Marcos Mamaní, nacido en un escasamente poblado caserío de Anta, en tiempos de los Uriburu, mucho antes de que surgiera allí lo que algunos ufanos llaman la segunda pampa húmeda.

Huérfano de padres, don Mamaní (si se me permite esta expresión típicamente localista), siendo niño, fue trasladado a la capital de la provincia y pronto recaló en la hospitalaria familia de los franciscanos que habrían de educarlo y proveerle de lo necesario para ser un hombre de bien.

Cuando tuvo edad para ello y sin perjuicio de sus estudios regulares, don Mamaní fue ayudante de cocina de los frailes, colaboró con las tareas de limpieza del tempo y del convento, acicaló celdas, prendió y apagó cirios y velas, abrió y cerró los adustos portales de la Iglesia, recolectó la limosna dominical de los fieles, planchó vestimentas sagradas, vigiló en el horno parroquial la cocción de la sagrada forma, dobló campanas, ahuyentó avispas, exterminó arañas, ututos y mariposas “lapeña”.

Pero, extrañamente, no se desempeñó como monaguillo y hay quién dice que nunca ayudó a celebrar misas.

La curiosidad, que devoró a don Mamaní desde que vino al mundo, lo llevó a zambullirse, sin orden ni concierto, en los libros de la bien dotaba biblioteca franciscana. Leyó allí libros santos y libros prohibidos, adquiriendo una formación amplia, casi exótica, que lo distinguía del resto de sus amigos de la niñez y de la juventud.

Esta condición diferente no le impidió formar parte de las pandillas juveniles integradas por vecinos y por otros changos frecuentadores de las clases de catecismo que impartían los franciscanos.

Como es fácil imaginar, muchos de estos changos estaban predispuestos a las travesuras, gamberradas, desacatos y tropelías que indignaban al joven Mamaní influido por el rigor de sus maestros y consustanciado con los mensajes de castidad, respeto y honradez que manaban de los mandamientos.

Los sabandijas más inocentes no respetaban los lugares sagrados y se atrevían a jugar a las escondidas en la sacristía aprovechándose de los finísimos muebles de madera destinados a los manteles y a las vestiduras sagrados, o cobijándose debajo de la esplendida mesa de mármol.

Los más irreverentes trepaban por la torre de cuatro tramos que da carácter al templo, y osaban tocar las campanas fuera del horario de reglamento, lo que desorientaba a los parroquianos y demás vecinos acostumbrados a organizar sus vidas alrededor de los puntuales aldabonazos de las campanas franciscanas, al menos antes de que ellas participaran en aquel histórico concierto ideado por don Gustavo Leguizamón, nuestro músico mayor.

Hubo incluso uno de ellos, el peor (cuando no, el petiso Vázquez, aquel precoz tocador tético), que profanó el convento escalando con una compañera del Colegio hasta el mismísimo recinto de la Campana de la Patria en donde los dos desvergonzados fueron sorprendidos besándose por un fraile indignado que estuvo a punto de defenestrarlos. 

No le resultó fácil a don Mamaní aprender a tocar las campanas siguiendo la secuencia rítmica típica de los franciscanos. El aprendizaje fue duro ya que el discípulo venido de Anta carecía de oído musical. Los errores se sucedieron hasta que un fino cura venido de Foggia atinó a crear esta rima musical, preñada de nombres ilustres, que facilitó de allí en más a don Mamaní los toques septembrinos:

"¡¡¡ Lira,
Tavella,
Vergara,
Honorato
Pistoia ¡¡¡"    

Cuando las lecturas heterodoxas confluyeron con su pasión por el ajedrez, comenzó para don Mamaní un ciclo de desventuras.

Fue acusado de comunista y de otras inquietudes espirituales que los ignorantes locales calificaron de pecaminosas. Sus compañeros de ajedrez (un ambiente donde proliferaban los intelectuales sesentistas de izquierda), le previnieron acerca de la violencia e irracionalidad de la represión que por aquel tiempo encabezaba un coronel que gozaba quemando libros en la Plaza 9 de Julio.

Las fuerzas de la barbarie ataron cabos: Don Mamaní juega al ajedrez, no ayuda misa, lee y tiene amigos barbudos, sobrelleva con dignidad un apellido tarijeño (Mamaní en aymara significa nada menos que Águila), en consecuencia “es un zurdo de mucho cuidado”.

Afortunadamente, Honorato y dos beatas centenarias y emparentadas con hombres de a caballo, intercedieron por don Mamaní salvándole de las mazmorras de la dictadura.

Fue él quién me enseñó los tesoros guardados en el Museo de Arte Sacro, quién me narró las excelencias de la gran mesa de mármol y de los muebles de finas maderas talladas por artesanos indígenas, quién me describió el arte de Alonso Cano, pintor del retrato de San Pedro de Alcántara que se conserva en la sacristía de San Francisco; quién recordó a cada uno de los sacerdotes que habitaron las añejas celdas del convento y a cada uno de los muertos que descansan en paz bajo las honrosas lajas de la Iglesia.

Cuando usted, querido lector, se decida a conocer todo el inmenso arte que encierra nuestro centenario convento, ni se le ocurra poner en duda la autoría de Zurbarán del retrato del Santo de Asís que allí se exhibe.

Don Mamaní detesta esta falta de confianza (típica de los turistas cordobeses) en su razonada certificación de la magna autoría de esta pintura de la que él nacido anteño, se enorgullece más que cualquier hijo de la Sevilla que fue patria de Zurbarán.