
Por razones que no viene al caso explicar aquí, he desarrollado a lo largo de mi vida una aversión muy particular hacia quienes practican el fetichismo o la idolatría hacia el libro, como objeto o como valor de cambio. Pretender que una persona que acumula libros (por el puro placer de verlos todos juntos) es más culta o respetable que una persona que prefiere otros objetos culturales, es producto de una pedantería intelectual propia de los años setenta del siglo pasado.
Decía G. K. Chesterton que «una descripción general de la locura podría ser que consiste en preferir el símbolo a lo que éste representa». A muchos de los que -dicen- darían la vida por la camiseta de Boca les importaría un rábano que una explosión nuclear hiciera desaparecer a la Bombonera. Como subrayó el isigne pensador inglés, «la bibliomanía puede convertirse en una especie de ebriedad» que asume la forma de idolatría cuando se prefiere al bien incidental sobre el bien eterno que este simboliza.
Crecí en una casa en la que había más libros que lectores, de modo que mi curiosidad (impulsada por mi rebeldía) se dirigió rápidamente hacia otros objetos, como los discos. Gracias a que mi padre me contagió su pasión por la electrónica, las telecomunicaciones y lo que entonces se conocía como «alta fidelidad», llegué a tener, entre 1976 y 1985, una colección muy importante de discos. Un acervo que las mudanzas, las migraciones y el desprecio de los demás por mis gustos personales hicieron desaparecer rápidamente. Entre aquellos vinilos de valor incalculable había, cómo no, varios LP de Bob Dylan.
Por escuchar música; es decir, por preferir asomarme a la vida a través de los ojos y la sensibilidad de tipos como Dylan, Leonard Cohen, Joan Manuel Serrat, Mari Trini, Billy Joel o Bruce Springsteen, mi apuesta cultural era bastante menos «arriesgada» -o menos valiosa- de la que los que leían obsesivamente (o más bien decían leer) a Cortázar, a Sábato o a Borges.
Siempre pensé en la lectura de los grandes escritores como una forma de modelar el alma humana; como un ejercicio que nos permite a las personas hacernos más sensibles a la belleza y al sufrimiento, de inclinarnos -como pedía Camus- hacia los que padecen la historia, más que hacia quienes la hacen.
No tardé mucho es descubrir que esto no es verdad; y no necesito descender a los ejemplos para demostrarlo.
Con el tiempo, a medida que ganaba en madurez y en sosiego, fui capaz de leer mucho más de lo que en mi juventud hubiera imaginado, y puedo decir con gran satisfacción que para hacerlo no tuve jamás la necesidad de robarle los libros a nadie. Leer es, sobre todo, un ejercicio moral; un juego limpio, un hábito de caballeros.
Comparto la afición de la lectura con mi mujer y con mis hijos; y en buena medida también nos une la rebeldía frente a la tiranía del libro y el común rechazo por la autosuficiencia desdeñosa y ególatra de los «léidos». No cremos en los símbolos, pero si alguno de ellos llegara a parecernos valioso, seguramente su valor no sería en ningún caso más importante que aquello que el símbolo representa.
Ya no tengo discos, ni los necesito. No dispongo de espacio físico suficiente. Me basta con abrir YouTube o Spotify para escuchar lo que quiero, cada vez que se me ocurre, con una calidad de sonido bastante aceptable para los tiempos que vivimos. A pesar de mi desprecio hacia a los idólatras de los libros y las bibliotecas, y aunque la casa en la que vivo es de dimensiones muy modestas, tengo una discreta colección de libros, los que me permite mi exiguo presupuesto.
Pero los mejores libros que he leído no los poseo físicamente. Nunca he podido comprarme -y no creo que lo haga ya- obras como «En busca del tiempo perdido», «Madame Bovary» o «La comedia humana», que he disfrutado intensamente, gracias a que los pude encontrar en Internet, sin violar los derechos de nadie. Muy lejos en el recuerdo ha quedado aquella frase de Emily Dickinson que dice que «para llevarnos a tierras lejanas no hay mejor fragata que un libro». No quiero insistir con los discos, pero sí recordar que desde hace bastante tiempo existen el cine, la televisión, y que, por si esto fuera poco, ahora cualquiera puede volar en alas de la imaginación a través de Google Street View y Google Earth.
Aquellos que con premura han salido a cuestionar el acierto de la Academia Sueca al conceder el Nobel de Literatura a Bob Dylan son los que quieren mantener cautivo el arte de la palabra y reconducir toda idea de literatura al objeto libro. Son los que desprecian Internet por snob y se muestran convencidos de la superioridad simbólica de las bibliotecas. Entre ellos, hay quienes prefieren claramente los libros a la vida y los coleccionan como el avaro que acumula dinero sin la intención de prestarlo ni de gastarlo jamás.
Por rebeldía, por amor a la música, o por lo que sea, aplaudo sin reservas el premio a Dylan. No solo creo que es merecido, sino que también pienso que es un paso adelante de la humanidad. Y pienso con ilusión que su concesión puede que contribuya a ese empeño liberador de hacer de la literatura algo accesible y no un arte prisionero de una elite de intelectuales supercultos.
Una anécdota pinta a Dylan de cuerpo entero. A principio de los años ochenta, una hija entonces adolescente del actual Premio Nobel le comentó a su padre que quería conocer en persona a Billy Joel, cuya obra admiraba. Dylan no lo dudó, llamó a Joel y concertaron un encuentro en un apartamento que este poseía en Manhattan. Padre e hija se presentaron puntualmente y el anfitrión los recibió en el salón, pero Bob Dylan se levantó repentinamente y dejó a su hija sola con el cantautor de Long Island. Se dirigió directamente a la cocina de Billy Joel, abrió la heladera y comenzó a hurgar entre los fiambres. El dueño de casa, sin perder la compostura se puso inquieto y mientras firmaba autógrafos y recordaba los momentos más importantes de su carrera con su admiradora, no dejaba de sorprenderse pensando: «Tengo a Bob Dylan en la cocina».
Es tiempo ta de admitir que el mundo de las letras tiene otros horizontes, que en materia de arte no se puede hablar de intrusismo profesional y que, aunque nos cueste admitirlo -como ha escrito el nuevo Premio Nobel- the times they are a changin' y the answer is blowin' in the wind.