Navidad en la cama del señor Proust

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(LUIS CARO FIGUEROA - PARÍS 15:04 H) - La Navidad en París es -al menos para mí- una ocasión propicia para recomponer la vida a partir de los sueños y del recuerdo; una invitación para hacer del mundo un inmenso espectáculo subjetivo en el que desfilan, muchas veces sin querer, las imágenes de una vida pasada, las impresiones de un tiempo perdido.

Por esta razón es que, a pocas horas de la fiesta, mis pasos se encaminaron hacia el Museo Carnavalet, ubicado en el barrio parisino de Le Marais, en donde se conserva la habitación de Marcel Proust, con sus muebles originales y los objetos que convirtieron aquel espacio en el teatro de una existencia recluida, enteramente consagrada al deber de escribir.

El dormitorio es el lugar proustiano por excelencia. Es en su habitación de Combray que el narrador comienza su obsesiva búsqueda del tiempo perdido, con una de las oraciones más famosas de la literatura universal: «Longtemps je me suis couché de bonne heure».

Aunque no se trata de una reproducción fiel sino aproximada, la habitación expuesta en el Museo Carnavalet permite imaginar perfectamente la decoración de los tres domicilios parisinos que Proust ocupó después de la muerte de su madre, ocurrida en 1905. Especialmente, la de la famosa habitación del segundo piso del 102 del Boulevard Haussmann, que se hallaba protegida del exterior por una serie de hábitos extraños, como el tapizado de corcho de sus paredes, las ventanas dobles, las persianas bajadas o las pesadas cortinas de raso azul, que no tenían otro objeto que el de aislar al escritor en su mundo interior.

Al contemplar esta reconstrucción en el museo, resulta imposible no pensar en que esos mismos muebles y esos objetos avejentados sirvieron en su día para movilizar las energías de Proust y le ayudaron a construir su soberbia «catedral» de imágenes y palabras. En su mesilla de luz hay réplicas exactas de los cuadernos de tapa dura en los que escribía, de noche y acostado (los originales se conservan en la Biblioteca Nacional de Francia). Los caños de la cama de bronce todavía están empañados por el polvo del doctor Legras, que el escritor inhalaba en importantes dosis nada más despertarse por las tardes, para controlar sus recurrentes crisis de asma.

Otros objetos destacados son el biombo con motivos chinos que aparece colocado detrás del cabecero de la cama, que recuerda mucho a las batas orientales de Odette de Crécy; sus plumas, su tintero, su lámpara de noche, su bureau, su bastón, la chaise longue en la que solía sentarse su amigo, el compositor Reynaldo Hahn, y el retrato del doctor Adrien Proust, padre del escritor, que cuelga de una de las paredes.

Aunque artificial, esta atmósfera proustiana es ideal para pasar unas navidades austeras, sin despliegues materiales o gastronómicos de ninguna naturaleza. A una cierta altura de la vida, la Navidad no se entiende sino como un viaje al interior profundo de uno mismo, como una aventura de búsqueda lanzada hacia ese tiempo que la memoria mantiene prisionero en alguna parte oculta de nuestro espíritu.

Por eso, en el mismo momento en que algunos viejos conocidos, decadentes todos ellos, se apresten a demostrar su poder (al menos el adquisitivo) llenando sus mesas de manjares y algunos, no menos decadentes que los anteriores, se dispongan a festejar el momento con pirotecnia y alcohol, otros nos conformaremos con vivir la Navidad emprendiendo silenciosamente ese único viaje verdadero que, como dijo el escritor, no consiste en ir al encuentro de nuevos paisajes sino en mirarlo todo -especialmente a uno mismo- con nuevos ojos.

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