
Las fotografías que ilustran estas líneas hablan por sí solas. La primera corresponde a un comedor infantil salteño en estos días que vivimos (agradecemos al diario El Tribuno, que la ha publicado). La segunda fue tomada en otro comedor infantil salteño, solo que 42 años antes, en 1972.
Entre las dos fechas se han sucedido en la Argentina no pocos acontecimientos históricos: el regreso de Perón, la erupción de la más irracional violencia ideológica, la dictadura militar, el terrorismo de Estado, dos campeonatos mundiales, el regreso triunfal de la democracia, el apogeo neoliberal, la 'revolución' de los Derechos Humanos y hasta una 'década ganada'.
Pero mientras cualquier nación de la Tierra enrojecería de vergüenza al comprobar que sus grandes hitos históricos no han conseguido prácticamente nada en materia de reducción de las desigualdades sociales y que la pobreza de los niños pobres (valga la redundancia) es hoy prácticamente igual, si no más grave, que hace cuatro décadas atrás, en Salta preferimos llenarnos la boca hablando de «inclusión», tal y como si hubiésemos tocado el cielo con las manos.
En 1972 gobernaba en Salta un capitán retirado del Ejército al que nadie, más que sus camaradas, había elegido. A pesar de que aquel era un gobierno de facto, de cuya ilegitimidad democrática prácticamente nadie dudaba, el mentado capitán se había rodeado de varios peronistas: los padres y abuelos de los peronistas que hoy gobiernan Salta y que lo vienen haciendo -ya sin la ayuda militar- desde hace un par de décadas.
Pocas cosas han cambiado desde entonces. Las fotografías son ahora en colores, los diarios se leen en una pantalla y la mirada de los niños de hoy es quizá menos triste que antaño. Pero los jarros de plástico, los platos de metal enlozado, las cucharas de palo, los galpones desangelados, los techos de chapa, las galletas, el menú y el corazón sensible de un puñado de personas solidarias son prácticamente los mismos.
El rostro de la pobreza infantil sigue siendo, a pesar del paso del tiempo, el mejor espejo de nuestra vergüenza como sociedad y el indicador más fiable de la capacidad de quienes nos dirigen.
Entre las pocas cosas que han cambiado en estos 42 años no se puede dejar de mencionar a la riqueza que produce Salta, que se ha multiplicado de una forma asombrosa. Pero en nuestra Provincia ese aumento de la riqueza ha beneficiado exclusivamente a una parte muy reducida de la población: aquella que vive, desde hace siglos, en los aledaños del poder político y al cobijo de sus prebendas.
Todos aquellos recursos que los salteños gastamos para mantener a esa nube de zánganos, cada vez más rica y poderosa, se los quitamos sin pudor a esos niños de ojos tristes que hoy miran la vida a través de un jarro de plástico, como lo hicieron sus padres. A esos niños que, si alguien no lo remedia, vivirán sus próximos 42 años convencidos de que la «inclusión» es lo mejor que este gobierno de incompetentes puede hacer por ellos.