Violencia de género: La doble vara de medir de la Policía de Salta

Por alguna razón, los actos de violencia contra las mujeres cometidos por policías son en Salta más frecuentes pero «menos graves» que los cometidos por los ciudadanos comunes y corrientes.

Lo de menos graves es una ironía, pues en realidad eso es lo que quiere el gobierno que piensen los ciudadanos.

Cuando un policía golpea o mata a su paareja mujer, siempre hay una voz del gobierno -generalmente la del Jefe de Policía- que quita hierro al asunto.

Algunas veces se ha intentado minimizar estos sucesos hablando de la presión que sufren los agentes en su trabajo, del estrés profesional y del surgimiento de una violencia repentina. Poco falta para que el Jefe de Policía salga a justificar el apaleamiento o el asesinato de mujeres a manos de sus muchachos porque alguno de estos se ha visto privado, al regresar a casa, del famoso «reposo del guerrero».

Sea como fuere, cuando suceden estas cosas nunca nadie se acuerda que el policía que comete este delito es un funcionario público (entendiendo por «funcionario» a un agente al servicio del Estado). Cuando el crimen es cometido con armas que los ciudadanos ponen en manos de los policías para proteger a la sociedad, el gobierno mira para otro lado e intenta tirar la pelota afuera.

¿Qué responsabilidad tienen en estos hechos el Jefe de Policía, el Ministro de Seguridad, los directores y docentes de las academias en donde se forman los policías, y los psicólogos que firman sus certificados de aptitud psicotécnica? No lo sabemos, porque frente a la multiplicación de casos de violencia policial intraconyugal no ha habido una reacción seria del gobierno, sino más bien un reflejo defensivo, generalmente basado en la ejemplaridad, más presunta que real, del comportamiento del buen policía.

Ser policía y un criminal de género no son condiciones que van necesariamente unidas. En cualquier sociedad sana, lo normal es que tales calidades sean incompatibles y excluyentes. Solo la ambigüedad del gobierno de Salta hace pensar que detrás de cada policía se oculta una persona que ejerce violencia cuando no debe y, sobre todo, contra quien no debe. Esto vale tanto para un policía misógino como para un torturador, que en el fondo vienen a ser lo mismo.

A la vista de la renuncia del gobierno, la única solución posible tiene que salir de los propios policías, empezando por una declaración de preocupación por este tema, que no solo destruye familias, sino que amenaza a la Policía como institución fundamental del Estado.

Si el Jefe de Policía no tiene el coraje de renunciar, por lo menos que tenga un intervalo lúcido de decencia y que reconozca que la ejemplaridad no es una de las señas de identidad de la fuerza que dirige. Que hay factores culturales y educativos que hacen que nuestra Policía sea débil, aunque esto suponga quitar eficacia al mando que él y el ministro el área ejercen.

Bueno sería que se pongan a trabajar, no para limpiar la Policía como si fueran sobrinos de Stalin, sino para revisar los programas formativos y difundir valores de respeto cívico que no se consiguen transcribiendo los salmos de la Biblia en las órdenes diarias de trabajo que se envían por fax a las comisarías.