La Navidad de las almas atormentadas

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En esta noche tan señalada, en la que las familias celebran su unidad y recuerdan a sus seres más queridos, me he permitido entrar en vuestros hogares para llevar un mensaje de consuelo y esperanza a todos aquellos corazones contritos y afligidos, a todas aquellas almas atormentadas por la pena de no haber podido asistir este año -como deseaban- al entierro de un hermano.

Mi empatía con ellos supera todos los límites conocidos, porque comprendo que ha de ser muy duro y frustrante -sobre todo para espíritus tan piadosos- no poder asistir a ese tan deseado entierro, no por razones de tiempo o de distancia, sino porque el hermano en cuestión aún no ha muerto; sigue vivo y dando muestras todos los días de una enérgica vitalidad.

Desde este gélido salón de protección oficial, al que la compañía del gas no me permite ya calentar como otros años, envío mis mejores deseos para todos los que esperan con las ansias propias de estas fechas que la infinita luz del Altísimo se derrame sobre aquellos valles y alumbre sus bibliotecas húmedas, sus fastuosas residencias en la cima de la montaña, sus jardines babilónicos, sus cristalinas piscinas en los más selectos barrios privados, sus más encerados salones y todos esos rincones que durante el resto del año permanecen oscuros, a propósito.

Que la luz del nacimiento no llegue, empero, a vuestras cajas fuertes, discos duros, asientos contables y papeles privados; no vaya a ser cosa de que, por un exceso de iluminación navideña, la gente decente que los rodea de afecto y los mantiene en la más alta consideración social y estima profesional se entere de que los cimientos de vuestra intachable prosperidad y los muros de vuestro señorío se han fraguado con el amargo cemento del expolio, el latrocinio y la rapiña.

Sobre todo deseo que esas conciencias inquietas, que bien sé que por las noches os atormentan y os privan del reparador descanso, os den, por fin, un respiro; y que la tregua gozosa de la Navidad os permita, al menos esta noche, mirar a los ojos de vuestras mujeres y vuestros hijos, y abrazarlos sin remordimientos. Sé que será difícil, pero es mi deseo.

Que el Niño Jesús ponga en vuestras mesas los más exquisitos manjares, que inunde a vuestros pequeños nietos de regalos, que los proteja de las agresiones de la pirotecnia, de los ebrios al volante, de las sopas frías y las ensaladas calientes, de los charcos en Río Ancho y de todas esas pequeñas molestias propias de la estación. Que no permita el Creador que al leer este breve saludo navideño a ninguno de vosotros se le atragante el pastel de choclo y, a ser posible, que los sorbos del burbujeante Chandon os traigan a la memoria, aunque más no sea por unos minutos, la imagen y el recuerdo ya lejano de aquellos que os trajeron al mundo y os enseñaron a rezar, así como a temer a Dios y no dañar al prójimo.

Quizá sea la de esta noche una buena ocasión para aprovechar y pedirle a ese Dios misericordioso que perdone algunos de vuestros peores pecados -como la mala memoria, el desamor o el egoísmo- y sea asimismo indulgente con faltas mucho más leves como el peculado, el enriquecimiento ilícito, las falsedades documentales, la administración infiel o la muerte civil en grado de tentativa.

Que sepáis, finalmente, que con frío, en completa soledad y aislamiento, en la mayor pobreza y con el corazón atenazado por la tristeza y el dolor, todavía es posible pensar, crear, construir el futuro, ilusionarse con la vida y sobreponerse a los entierros prematuros. Porque el alma no muere ni siquiera cuando la abandona el cuerpo; porque no hay infamia que quede impune. Porque la libertad y la decencia no se arrebatan con maniobras notariales y porque la verdad y la justicia resplandecerán más pronto de lo que muchos de ustedes esperan.

¡Feliz Navidad!

Luis Alberto Caro Figueroa
Madrid, 24 de diciembre de 2014