
A veces no es fácil distinguir entre una campaña mediática de acoso y derribo y una campaña de odio. Las dos tienen en común que contribuyen a crear un clima general de intolerancia, que genera consecuencias muy concretas y afecta a la sociedad en general.
Se diferencian quizá en un punto y este es que las campañas políticas generalmente tienen miras de alcance muy corto (unas elecciones cercanas o el plazo del mandato de un cargo electo), mientras que las campañas estructuradas alrededor del discurso del odio procuran la humillación o el menosprecio de una persona, de una familia, de un grupo o de una categoría de personas de forma más bien permanente y, a poder ser, definitiva.
No es infrecuente que los pequeños y medianos agentes de la comunicación pública en Salta (en donde no hay grandes comunicadores ni grupos de comunicación organizados) se dediquen a las campañas de acoso y derribo, que generalmente finalizan con la capitulación del acosado, el desembolso de ciertas cantidades de dinero, la finalización del mandato, el resultado negativo de unas elecciones y, al fin, el aburrimiento generalizado.
Pero el fomento, la promoción o instigación del odio, a través del acoso, el descrédito, la difusión estereotipos negativos, la estigmatización o las amenazas, que conducen generalmente a la producción de acciones violentas en contra del denostado, suelen tener epílogos mucho más graves como el ostracismo, la marginación o el suicidio.
Uno de los objetivos principales del discurso de odio es difamar a personas -especial pero no exclusivamente pertenecientes a grupos vulnerables- a través de la difusión de estereotipos y rumores y de señalarles como chivos expiatorios de los problemas de la sociedad, con la clara intención de influir directamente en la percepción que la población general tiene de ellas.
Sin dejar de considerar la importancia de las consecuencias personales e individuales que genera el discurso de odio, se puede decir que, a nivel social, la difamación y la justificación de la discriminación que este tipo de campañas lleva implícita puede generar (se busca deliberadamente producirlas) actitudes discriminatorias tanto por parte de personas individuales como en los representantes de las instituciones públicas. Estas actitudes incluyen a menudo negar a estas personas y a sus familias el acceso a bienes públicos, lo que redunda en su exclusión y marginación, que es el preludio del ostracismo.
Quienes en Salta han instaurado el discurso de odio son personas de una ínfima catadura moral, lo cual facilita mucho cualquier toma de posición frente a este fenómeno. Quienes estos días han hablado de «condensado de groserías» han intentado, con escaso éxito, arañar algunos peldaños en la parte más baja escala moral en la que se encuentran postrados y proclamar su superioridad señalando como diferentes y ajenos a la propia comunidad a algunas personas por comportamientos que muy poco tienen que ver con normas jurídicas y mucho con prioridades de orden moral establecidas al calor una ignorancia supina acerca de las enfermedades, las amenazas a la salud y contagios.
Es preciso denunciar aquí y ahora que deshumanización que entraña el discurso de odio no solamente se limita a agitar el fantasma del castigo penal sino que, al ser este imposible por una serie de cuestiones, busca que se produzcan actos de actos de violencia -no ya puramente verbal- contra las personas denostadas. Y no hablamos de cosas pequeñas sino de agresiones físicas o sexuales, asesinato o terrorismo.
Ciertos grupos mediáticos de Salta, que luego de haber hecho grandes negocios con los gobiernos militares del siglo XX, se siguen exponiendo al ridículo al pretender aparecer como sólidos baluartes de la democracia y enemigos nominales de las dictaduras, enarbolan hoy el discurso de odio, sin reparar ni por un segundo en que la historia (esa veleidosa dama) ha demostrado en demasiadas ocasiones que el odio organizado mediáticamente como «condensado de groserías» sienta las bases para formas extremas y generalizadas de violencia como el genocidio, que pretende la aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo social.
Acabar con el discurso de odio o, al menos reducir la incidencia del odio en nuestra sociedad, no será posible con tibias apelaciones a la calidad institucional y el respeto a las normas jurídicas. Para erradicar el discurso de odio, objetivo que es tan importante como el de demostrar la decencia de la sociedad, se precisa un esfuerzo conjunto por parte de una sólida mayoría de actores sociales específicos, como el gobierno, la administración pública, los medios de comunicación, las empresas, las entidades libres de la sociedad civil y los ciudadanos en general.
Nadie, ni los arquitectos del hate speech, ni los que buscan promover y alimentar un dogma cargado de connotaciones discriminatorias, son tan repugnantes para merecer el odio de sus semejantes. Al contrario, cometeríamos un crimen si respondiéramos con odio aún más concentrado a todos aquellos que a través de acciones comunicativas atentan contra la dignidad de las personas. Lo que cabe es denunciarlos y perdonarlos, aunque los haters no se arrepientan ni reformen nunca y vuelvan a las andadas. El perdón los vuelve locos.
Si el amor ha sido históricamente mucho más fuerte que el odio, la buena educación, las buenas maneras, el lenguaje amable y condescendiente, la presunción de inocencia, el beneficio de la duda y muchas otras grandes conquistas de la civilización -muchas de las cuales, por cierto, se enseñan y se aprenden en los seminarios- son infinitamente más fuertes que el amor. Y desde luego más fuertes y más valiosas que la suma total de superioridades de aquellos que desde la inmoralidad más absoluta intentan sembrar nuestra fértil pradera sentimental con la simiente del rencor.
Las campañas de odio pueden abatir a un hombre o sumirlo en la ansiedad y la desesperanza. Pero nunca podrán acabar con esa afortunadamente larga categoría de personas que piensan que la palabra es una herramienta que se nos ha prestado para cuidar de nuestros semejantes, para hacerlos sentir humanos, queridos, valiosos y deseados, aún en los peores momentos, y no para destruir reputaciones, herir sentimientos o acabar con la vida de nuestro prójimo.
Así como las personas decentes se pueden torcer y corromper si carecen de valores y de principios, los villanos han nacido para ejercer y morir como villanos. En lidiar con ellos y sus circunstancias consiste precisamente el apasionante juego de la vida.