
Las declaraciones de la Ministra de Educación del gobierno de Urtubey en las cuales parece confirmar que los alumnos de las escuelas públicas de Salta irán a la Catedral «como siempre» durante los días previos a la fiesta del Milagro, han encendido todas las luces de alarma en aquellos sectores de la sociedad que consideran que tal asistencia, sea o no obligatoria, supone una desobediencia manifiesta a la sentencia judicial pronunciada el pasado mes de diciembre por el máximo tribunal de justicia del país.
Sin embargo, en el anuncio efectuado por la señora Berruezo no hay nada de nuevo ni nada que no se haya podido prever de antemano.
Aunque el Gobernador de Salta se empeñe en decir, cada vez que tiene oportunidad de hacerlo, que su gobierno acata y cumple a rajatabla las decisiones de la Corte Suprema federal, lo cierto es que ya ha ocurrido con ocasión de la decisión judicial sobre los abortos no punibles que la Provincia que dirige el señor Urtubey ha opuesto obstáculos bastante visibles a su cumplimiento. Era de suponer, por tanto, que con la ejecución del mandato que prohíbe mezclar la religión en la educación pública iban a suceder tres cuartos de lo mismo. Es decir, que el gobierno no iba a admitir su derrota y que iba a tirar por el camino de las chicanas.
La discusión tampoco es nueva, puesto que lo que se trata es de determinar si es legítimo -a la luz de la decisión de la Corte- de que durante las horas de clase los niños de las escuelas acudan, con sus guardapolvos blancos, a la iglesia Catedral, una posibilidad que la ministra Berruezo no solo ha dejado abierta sino que ha aderezado con otra mucho más preocupante: la de que los niños que «no quieran asistir» se queden en la escuela.
La postura que defiende el gobierno, aparenta ser congruente con el respeto a la libertad de los niños y de sus familias, pero es todo lo contrario.
La escuela ni siquiera debe insinuar al niño la posibilidad de acudir a la iglesia o de no hacerlo, en días y horas lectivas. Desde luego, es obvio que cualquier niño, al igual que lo que sucede con un adulto, puede visitar la Catedral cuando desee, e incluso faltar a la escuela para hacerlo. Lo que no es admisible es que la escuela organice la visita, movilice a los niños según sus creencias y deseos y aparque a los «no creyentes», convirtiendo a la escuela pública en una especie de playa de estacionamiento infantil para «ateítos».
De hacer el gobierno algo como esto, la discriminación estaría servida.
La Iglesia -que no el Estado- si es que de verdad quiere que los niños católicos acudan a la Catedral en las fechas del Milagro, debe «hacer campaña» para que las familias lleven a sus hijos (y que los niños en edad de entender acudan por su cuenta), pero en los días señalados como no lectivos por el calendario escolar vigente. Cualquier otra solución -por ejemplo, la que propone la ministra Berruezo- sería poco respetuosa con la decisión judicial del pasado mes de diciembre y dañina para la libertad de las personas, por no decir que también para la imagen de la propia Iglesia.
No se trata de que los niños no vayan a la Catedral, sino todo lo contrario. Pero de eso se tiene que ocupar la Iglesia, y no la ministra Berruezo, ni el gobierno.
Ningún funcionario puede decir que respeta la libertad cuando está haciendo todo lo contrario, y este es el caso. La libertad consiste, en este y en muchos otros casos parecidos a este, en la prescindencia y la neutralidad más absoluta del Estado. Nadie puede alardear de respetar la libertad cuando, por ejemplo, se ofrece a los pequeños estudiantes un vaso de vodka en el patio de la escuela, diciéndoles al mismo tiempo: «Alumnito, eres libre de tomártelo o no». Para lo que no está permitido no hay libertad que valga.
Por alguna razón, el gobierno de Urtubey se empeña en acercar a curas y niños, algo que como se ha visto en estos días -especialmente con la decisión del Arzobispado de Paraná- no disfruta de un consenso absoluto en el seno de la Iglesia y está cada vez peor visto por la sociedad.
La igualdad civil simbolizada
Pero hay algo más. Los guardapolvos blancos son símbolos de la igualdad civil a los que debemos un respeto tan exquisito como el que adeudamos a la infancia y a las creencias religiosas de las personas. Cuando el símbolo se identifica con una opción religiosa (aunque se trate de la mayoritaria) la igualdad civil desaparece, pues automáticamente quedan señalados aquellos que, portando el mismo guardapolvo, deben quedarse obligatoriamente en las playas de estacionamiento para infieles creadas por la ministra Berruezo.No se trata de una cuestión de laicidad del Estado sino de algo que excede el marco de este concepto y que está relacionado con la igualdad de las personas y la prohibición de la discriminación. Cuando el Estado selecciona, clasifica, segmenta, divide y distingue en base a la religión o las creencias que profesan las personas está destruyendo la igualdad, esa misma igualdad simbolizada por el uniforme cívico del guardapolvo blanco.
A la vista de la evolución de este asunto, hay que comprender que tanto el gobernador Urtubey como la ministra Berruezo están más preocupados por el futuro de la educación religiosa de los salteños (la que quieren asegurar a como dé lugar) que porque los niños reciban en la escuela una formación humana y científica de calidad.
La preocupación de Urtubey y de Berruezo por la formación de los maestros, la actualización de los contenidos y el rendimiento escolar de los niños, de existir, ocupa un discreto segundo plano, detrás del imperativo gubernamental de fundar un orden moral específico basado en la religión.
Es precisamente esto lo que la sentencia de la Corte Suprema pretende cortar de raíz, y no porque haya ningún interés particular contra una religión determinada o contra todas las religiones, sino simplemente porque el deber del Estado es asegurar la libertad de todos, sin distinguir entre unos y otros, y en las máximas condiciones de igualdad.