
Los partidarios a ultranza de la educación religiosa compulsiva y del adoctrinamiento en el dogma cristiano por parte del Estado piensan que, después de la sentencia de la Corte Suprema, los salteños que reciban la educación universal e ideológicamente neutral que deben impartir las escuelas públicas serán seres humanos menos «íntegros»; es decir, serán seres menos humanos.
Para ellos, solo la dimensión religiosa, la inculcación de los principios de moral cristiana es lo que hace a los hombres y a las mujeres verdaderos hombres y mujeres.
Pero lo mismo piensan las feministas si en la educación regular no se incluye a la famosa «perspectiva de género», o los ecologistas si se prescinde de los contenidos medioambientales, los deportistas si no se hace obligatoria la educación física o los animalistas si no se enseña en las escuelas a amar a los seres vivos irracionales.
Esto no es otra cosa que el integrismo llevado al plano de la compulsión estatal. Es el régimen de los ayatollah trasladado a los valles subandinos.
Se debe aclarar, para empezar, que, con todos sus errores y carencias y su visible deterioro, la formación que proporciona hoy la escuela pública salteña, incluso en asuntos morales, es bastante completa, y que su completitud no depende, como se nos quiere hacer creer, de la adopción de un dogma moral en particular. Incluso si la formación que se imparte en las escuelas no incluyera ninguna enseñanza moral (ni siquiera de la moral cívica fundamental), tendría de por sí una calidad apreciable y suficiente para formar seres humanos completos y provechosos.
El problema estriba en que el Estado no está llamado a hacer el trabajo que está reservado a las familias y a las confesiones. Las primeras por comodidad o por desidia y la segunda por interés proselitista o por un cálculo económico, pretenden trasladar al Estado una carga de tal naturaleza, siempre y cuando lo que cuesta enseñar la moral religiosa lo paguen otros, no ellos.
Es curiosa la forma que tiene de actuar el gobierno de Salta en esta materia, pues mientras la Iglesia -una organización cuyo poder económico está fuera de toda duda- se ahorra el tener que pagar con sus propios recursos la educación religiosa de los niños, el gobierno, consciente de ello, en vez de exigir compensaciones por hacer el trabajo que solo a la Iglesia corresponde, les sigue regalando terrenos y propiedades a los clérigos como si no hubiera mañana.
El Estado no debe enseñar religión, ni dentro ni fuera de los contenidos habituales de la enseñanza pública. Lo deben hacer las familias y las iglesias. Y los interesados pueden hacerlo, como dice la Constitución de Salta, dentro de las escuelas públicas, pero nunca a costa de ellas ni de los presupuestos del Estado.
No hay nada de malo en que fuera de las horas en que se imparte clase, las aulas públicas se conviertan en salones parroquiales, como no hay nada de malo en que en una iglesia se pueda realizar un concierto de música. Pero lo primero, siempre a condición de que las aulas estén abiertas y disponibles para todos los credos y para todas las personas que lo deseen, en condiciones de estricta igualdad.
Lo malo es que la Iglesia enseñe catecismo en las parroquias a través de voluntarias (porque generalmente son mujeres) que no reciben ni un centavo a cambio de su esfuerzo, y que el mismo trabajo sea rentado (con sueldos que paga el Estado) en las escuelas públicas. O la Iglesia paga a sus catequistas lo que les corresponde o las que enseñan religión en las escuelas lo hacen gratis. Todo lo demás es injusto y discriminatorio.
Dicho esto, habría que asegurarse también de que la escuela permanezca cerrada a cal y canto para cualquier otro aventurero que pretenda adoctrinar a la infancia en otras creencias y hábitos mentales que no están directamente relacionadas con la religión. Por ejemplo, para las empresas que quieren lavar su mala conciencia ambiental dando charlas a los niños sobre lo bien que lo hacen sus empleados a la hora de cuidar el medio ambiente, o aquellas señoras que todavía piensan que es bueno decirles a los niños y las niñas que hay que castrar a los hombres o que todos los varones son violentos y machistas. Para adoctrinadores single issue como estos no rige, desde luego, el privilegio del artículo 49 de la Constitución de Salta.
En nombre de la libertad de expresión, estos pequeños grupos se pueden montar -si les dejan- un gacebo en la Plaza 9 de Julio o repartir folletos en la peatonal, pero echar discursos de quince minutos en un aula repleta de niños, jamás.
Las doctrinas (sean religiosas, ambientales o de género) no hacen a las personas más íntegras. Esto es un cuento que nos quieren hacer pasar por verdad aquellos que solo están interesados en atraer incautos hacia su causa. No es más íntegra la mujer que decide no abortar por razones morales que aquella que decide hacerlo porque su conciencia así se lo dicta.
Solo hay una forma de que el salteño del mañana sea menos «íntegro» que los que hoy están en la edad adulta y esta forma es permitir que los niños y niñas sean adoctrinados libremente por cualquiera que acierte a pasar por la puerta de la escuela; es decir, que no se les permita a estos niños construir su propia personalidad a través del conocimiento de la ciencia y de la difusión del pensamiento libre.
Cualquiera que se pregunte por qué los salteños somos tan dóciles y estamos tan inclinados a obedecer los dictados más absurdos y antisociales del poder, sin apenas rechistar, encontrarán la respuesta en las décadas de penetración de la visión de la Iglesia en las escuelas. El poder que aspira a justificar su mando en la tradición necesita que el adoctrinamiento religioso sea permanente y consistente para que la tradición arraigue mucho más y el que manda pueda hacerlo durante mucho más tiempo y con una mínima oposición.
La libertad de cultos que consagra nuestra Constitución es una derrota que la Iglesia ha conseguido revertir con su intromisión en la educación pública. Lo que nuestra norma fundamental consagra no es otra cosa que la competencia de las distintas religiones por las conciencias de los ciudadanos, y lo que ha hecho la Iglesia al presionar al Estado para que imparta educación religiosa de manera compulsiva y sin posibilidad alguna de evasión es clausurar esta competencia, dejando a los otros cultos en situación de clara inferioridad.
Esta es la trágica síntesis de un proceso al que la sentencia de la Corte Suprema de Justicia no ha puesto fin todavía. La batalla no ha terminado porque el Estado es débil y parcial, mientras que la Iglesia es una roca que, a pesar de la evolución de los tiempos, sigue moviendo los hilos del Estado como en las épocas más oscuras de la historia.
De lo que se trata no es de salvar la «integridad» de los salteños sino de salvar a la democracia, puesto que el actual gobierno de Salta, en línea con la política inaugurada por sus antecesores, no solo aspira al monopolio de la coerción física, sino que pretende además erigirse -a través de la enseñanza religiosa, pero también por medio de otros recursos, como la propaganda- en el único detentador de la persuación moral, lo que inevitablemente conduce al totalitarismo.
Los salteños no deben permitir esta peligrosa deriva, porque no solo está en juego el futuro de la educación de nuestros hijos, sino la vigencia de las libertades más fundamentales del ser humano.
Después de la sentencia de la Corte Suprema, en Salta no habrá menos católicos ni menos convencidos; no habrá ni más ateos ni más herejes. Esto es una mentira y una forma bastante burda de tergiversar la realidad con intenciones políticas. Al contrario, todo indica que, al verse obligada a salir de la «zona de confort» en la que ha estado instalada durante más de siglo y medio, la Iglesia recibirá una formidable inyección de vitalidad (los curas quizá seguirán conspirando pero ahora deberán preocuparse también de hacer el trabajo que antes les hacía el gobierno); y que este se verá obligado a repensar la educación como una necesidad vital más que como un imperativo religioso o como un deber para con Dios.
Por supuesto que el riesgo es alto, ya que para ciertos sacerdotes, trabajar siempre ha sido un peligro, y a los gobernantes siempre les ha aterrado la idea de que la difusión del conocimiento y la pérdida de los miedos sobrenaturales acabe finalmente con la oligarquía.