
El adjetivo «integral» tiene al menos dos significados bien conocidos: el primero alude a la propiedad de algunos alimentos, como los cereales, cuando estos conservan todas sus cualidades naturales; el segundo está referido al integrismo religioso; es decir, a la pretensión de las religiones de cubrir todo el espectro de conductas humanas y controlar hasta la más mínima de las decisiones de las personas.
Desde este último punto de vista, la educación pública no puede jamás perseguir como objetivo la formación «integral» de la persona humana. A lo sumo puede soñar con forjar ciudadanos sapientes y respetuosos de los derechos del prójimo.
De lo demás; es decir, de lo que falta para que una persona se forme de una manera «integral» en el sentido que acostumbra dar a esta palabra la iglesia católica, no tiene por qué ocuparse el Estado. Esta es en todo caso una tarea de las familias y, llegado el caso, de las confesiones a las que ellas adhieran.
Dicho lo anterior, hay que agregar que una persona sin formación religiosa, o una que teniéndola no sea creyente, no puede ser considerada, ni por el Estado ni por la sociedad, una persona a medias. Lo que importa, en definitiva, es que las personas sean capaces de tener conciencia moral, una aspiración que a todas luces excede los cometidos de la organización estatal, según estos se encuentran definidos en los textos fundamentales y según se deriva de los principios liberales que han inspirado y siguen inspirando al constitucionalismo argentino.
Aunque el artículo 48 de la Constitución de Salta señala como fin de la educación (en general) «el desarrollo integral, armonioso y permanente de la persona», pocas dudas caben acerca de que esta «integralidad» excluye absolutamente la dimensión religiosa. En cualquier caso, es el propio precepto constitucional el que aclara bien las cosas al decir que el objetivo de la educación del Estado es «la formación de un hombre capacitado para convivir en la sociedad democrática participativa basada en la libertad y la justicia social».
Es decir, que se trata de una «integralidad» cívica, nunca religiosa. Pensar que el hombre es mejor ciudadano si tiene convicciones religiosas y educación en la fe es una afirmación que quizá puede hacer la Iglesia dentro del ámbito de sus competencias, pero no el Estado.
Los fines del Estado y de la Iglesia pueden aproximarse pero jamás confundirse. Y en casos como este, debe prevalecer siempre el carácter aconfesional de la organización estatal (no disminuido por la obligación instrumental que asume el Estado de sostener -institucional, económica, pero no espiritualmente- al culto católico) por sobre cualquier otra consideración. Así lo justifica el imperativo democrático de protección de las minorías frente a las imposiciones o a las costumbres mayoritarias.
Un solo ejemplo confirma lo anterior: la formación que imparte el Estado en sus escuelas debe -por mandato constitucional- propender a la exaltación de la libertad como condición para vivir en una democracia participativa. Si a la libertad como valor constitucional se la entiende como se la debe entender, ella comprende sin lugar a ninguna duda la posibilidad de creer o no creer en la existencia de Dios y de adherir o no a una religión en particular.
La formación democrática supone, además, que el Estado no puede bajo ningún concepto asumir valores de organizaciones de conciencia o de tendencia que, como la iglesia católica, carezcan de una base organizativa democrática y de principios que exalten la libertad de las personas.
En resumen, que el discurso de la Ministra de Educación del gobierno provincial de Salta ante la Corte Suprema de Justicia no solo que da la espalda a la Constitución provincial sino que es ideológicamente peligroso, en tanto viene a decir que aquel estudiante que no puede ser obligado a tomar clases de religión sale del sistema sin ser haber recibido una formación «integral» y, en consecuencia, es una persona de menor valor que las demás, o un peor ciudadano. Lo cual, por supuesto, no es cierto.
Bullying religioso
La ministra Berruezo no ha podido desmentir que en las escuelas que dependen de su cartera aquellos alumnos que optan por no asistir a las clases de religión son objeto de persecución por parte de sus compañeros que han optado por lo contrario.Si existe el «bullying» religioso en Salta es porque el gobierno, con sus políticas discriminatorias permite este tipo de excesos.