Un documento del Arzobispado de Salta contra el implante subdérmico anticonceptivo genera intensa polémica

El pasado día 1 de agosto, mientras tres cuartas partes de la feligresía católica se entregaba sin frenos al culto religioso paralelo de la Pachamama, el Arzobispado de Salta publicaba en su página web un documento titulado «Declaración del Instituto de la Familia y la Vida sobre un implante anticonceptivo hormonal de larga duración».

El citado documento, que pretende salir al paso de un proyecto gubernamental para suministrar de forma gratuita el implante anticonceptivo subdérmico a jóvenes adolescentes en situación de riesgo, no está firmado por el titular de la Archidiócesis sino por la señora Rosa Zacca, quien lo ha suscrito en su carácter de directora de aquel Instituto, que lleva, para más señas, el nombre del papa Juan Pablo II y se encuentra adscrito a la Universidad Católica de Salta.

Con estos pergaminos, sorprende en primer lugar que el documento arzobispal, que contiene diez párrafos, abunde en generalidades y lugares comunes relacionados con temas tan diversos como las políticas públicas en materia de menores y familia o los riesgos médicos de las prácticas anticonceptivas en general, y, al mismo tiempo, carezca de una sola línea que refleje o traduzca la doctrina de la iglesia católica sobre la anticoncepción, que por otra parte es muy conocida y, no por criticable, deja de tener sólidos fundamentos.

Como era de suponer, el documento arzobispal ha levantado una densa polvareda en Salta y sus alrededores. Las críticas, que se han hecho sentir con fuerza inusitada casi de inmediato, apuntan básicamente a que el documento incurre en imperdonables vaguedades que no solo atentan contra los derechos de la mujer, al trivializarlos, sino que se alejan notablemente del afecto y respeto que la Iglesia está obligada a mostrar hacia todos sus hijos, especialmente hacia aquellos que no comprenden la doctrina católica sobre este punto y hacia aquellos que, comprendiéndola, no la comparten.

Llama la atención -y también ha sido objeto de polémica- el hecho de que la solemne vacuidad del documento salteño archive de un plumazo los esfuerzos reformistas del papa Francisco y profundice una visión conservadora que cada vez cuenta con menos adeptos en el propio seno de la Iglesia.

Si bien los esfuerzos del Papa no han logrado conseguir aún la revisión de determinados artículos de doctrina que se consideran anticuados y que, por ello, concitan un rechazo abierto de parte de numerosos fieles (conforme se desprende del resultado de las 38 preguntas que el Papa remitió a las diócesis de todo el mundo para saber qué sufrimientos espirituales aquejan a las familias católicas en la actualidad), el documento arzobispal salteño, por su lenguaje sin pulir y por la dureza de su mensaje, parece ignorar las últimas posturas del Vaticano sobre asuntos tan delicados.

En especial, ignora el Instrumentum laboris que será analizado por los obispos durante el Sínodo sobre la Familia que se realizará del 5 al 19 de octubre, a fin de responder a los nuevos desafíos de la familia actual, en donde se hace hincapié en la idea de que la Iglesia no debe asumir una actitud del juez que condena, sino el de una madre que siempre acoge a sus hijos.

El documento salteño no solo va en contra de las directrices vaticanas y supone una enmienda a la totalidad al estilo que pretende imponer el papa Francisco (a partir de la histórica admisión de la «considerable pérdida de autoridad moral de la Iglesia») sino que también contradice las propias actitudes de la iglesia católica de Salta, que no obstante haber venido durante décadas imponiendo su poder de veto para evitar que se imparta en las escuelas públicas de Salta una educación sexual libre y aligerada de prejuicios religiosos, recomienda ahora en su polémico manifiesto «un esfuerzo de fondo para una educación sexual profunda y de largo alcance en los jóvenes». Una educación sexual que, a buen seguro, habrá de ser «integral», como gustan decir aquellos que, frente al desafío del pluralismo y la tolerancia, reivindican el monopolio absoluto sobre la integridad de la persona humana y eligen la imposición totalitaria de los criterios de una parcialidad sobre el conjunto social.

Aunque firmado por una mujer, el documento no contiene una sola mención -ni siquiera negativa- a los derechos de la mujer, aunque, eso sí, no desaprovecha la ocasión para referirse a la «discriminación» (más presunta que real, desde luego) en que incurre el proyecto de implantación gratuita de anticonceptivos de larga duración al declarar que sus destinatarias son las personas más desfavorecidas y aquellas que carezcan del derecho a la asistencia sanitaria a través de un seguro público o privado. La llamativa debilidad del documento en este punto es impropia de un Instituto adscrito a un centro universitario.

Por último, el documento arzobispal contiene juicios y mandatos encubiertos que, por el tono imperativo de algunas de sus propuestas y por la contundencia de sus opiniones (como la virtual imposición de la castidad por ley, que se desliza solapadamente en algún párrafo), apuntan a suplantar la autoridad del Estado -suprimiendo, desde luego, su neutralidad- y a consagrar, sin posibilidad de discusión alguna, determinados criterios y orientaciones que terminan por hacer creer al lector que la responsabilidad de la crisis moral en que se halla inmersa la sociedad es solo del Estado, sin que ello suponga en ningún caso admitir el fracaso de la Iglesia en su empeño por contribuir, dentro de los límites que acotan su actuación, al crecimiento moral de la sociedad.