
Los gauchos no apagan incendios, no resuelven crímenes, no curan enfermedades ni enseñan a las personas a leer o a escribir. Solo son gauchos; es decir, lo más parecido al concepto filosófico de “nada”.
Sin embargo, a pesar de su creciente inutilidad social y a su probada inactualidad, los gauchos cobran todos los años sustanciosas cantidades del gobierno. Claro está que no todos los gauchos las cobran, sino solo aquellos que, por proximidad o por parentesco, están más cerca del poder y disfrutan de una manera más inmediata de los beneficios del «Gran Hermano».
Por supuesto, las subvenciones que el gobierno otorga generosamente a los gauchos no salen del bolsillo de los gobernantes, sino de las arcas públicas a cuya conformación contribuyen todos los ciudadanos y que por el solo hecho de hacerlo tienen todos el deber de controlar en qué se gasta el dinero.
Si comparamos -siempre respetuosamente- a los gauchos con las comparsas, podremos darnos cuenta que el particular «carnaval» gaucho se celebra todos los años en torno a la fecha del 17 de junio. Es esa y no otra la principal «actividad» de los gauchos.
Por esta razón es que no se entiende muy bien que el gobierno les dé dos sumas de dinero diferentes: una para atender a los gastos del aniversario de la muerte de Güemes y otra para atender su «calendario de actividades». O es que hay aquí un doble pago (prohibido por el Código Civil) o es que el 17 de Junio no está en el calendario oficial de actividades de los gauchos, cosa que es bastante dudosa.
En virtud de lo que disponen los decretos provinciales 852 y 860/2019, los gauchos se llevarán a su casa este año la interesante cantidad de 1.162.500 pesos (un millón ciento sesenta y dos mil quinientos) que, además y como es lógico suponer, están exentos de cualquier tributación.
Esta elevada cantidad hace pensar que Güemes se muere en serio todos los años y no de mentirita, como viene ocurriendo desde hace 197 inviernos. Los gauchos facturan gastos médicos como si efectivamente hicieran atender durante ocho días al General en Las Higuerillas e intentasen en vano curar su herida.
La próxima vez que veamos a los gauchos desfilar con sus coloridos trajes y sus cabalgaduras, tendremos que acordarnos que tanto a los primeros como a las segundas las pagamos nosotros, los opas de a pie, que también pagamos el forraje con que se alimentan sus caballitos y los servicios de limpieza que se encargan de retirar sus caquitas del pavimento, puesto que los gauchos no mueven un dedo ni ponen un centavo para que la avenida Uruguay deje de oler a aca después del desfile.
Sería absurdo pensar que con el dinero que los gauchos embolsan en virtud de su asociación privilegiada con el gobierno, estos señores ayudan a escuelas, comedores populares, bibliotecas pobres y hogares desfavorecidos. Es mucho más práctico que el gobierno asista a aquellos directamente, sin pasar por el filtro gaucho, o que, en su caso, encargue la ayuda a especialistas en algo (por ejemplo en políticas sociales), ya que los gauchos no son especialistas en nada. Mucho menos en ayudas sociales.
Quizá el dinero se utilice provechosamente en la adquisición de Tetra Briks, o para pagar la luz de la Agrupación Tradicionalista, pero cuando Güemes vivía y los acaudillaba, los gauchos se pagaban casi todo de su bolsillo, excepto unas empanadas que su generoso jefe autorizó alguna vez a título excepcional. Hoy, una horda de gauchos comodones espera como agua de mayo todos los años a que el gobierno les eche un pial en forma de cheque. Su heroismo, puramente nominal, se ha trocado ahora en una sumisión humillante a los caprichos del presupuesto.
Así cualquiera es gaucho. Si la fiesta la pagan otros, evidentemente hacerse gaucho en Salta es el negocio más rentable del mundo. Poco trabajo, nulos compromisos, chicas para los que les gustan las chicas, y chicos para los demás, buena bebida y en cantidades copiosas y pocos libros. ¿A quién se le ocurriría pedir más?
Pero los gauchos no tienen la culpa de nada. Su inocencia nace de una tácita y acrisolada inimputabilidad que viene certificada ahora por la designación como Procurador General de uno de sus más prístinos ejemplares.
A quienes hay que felicitar es al gobernador Urtubey y a su jovial ministro López Arias, pues ellos, mientras Yarade se dejaba las pestañas para evitar la fuga de recursos y la quiebra del erario, no han pegado ojo pensando en que no le falte el forraje a esos adorables animalitos alados y en la necesaria e imprescindible diversión gaucha, convertida, por exigencias del guion, en auténtica «política de Estado».