
Con una soltura fronteriza con el ridículo más absoluto, el todavía interventor del Municipio salteño de Aguaray, señor Adrián Zigarán, ha atribuido a «un pedido» del gobernador Gustavo Sáenz, la decisión que el primero ha adoptado en orden a mantener en sus puestos (irreales) a unos trescientos cincuenta trabajadores que «sobran» (eso quiere decir el adjetivo/sustantivo «excedente») en la Municipalidad intervenida.
La decisión ha sido presentada por el fornido Zigarán como una manifestación del «buenismo» del Gobernador provincial y, de paso, también, como una demostración de la gran capacidad de obediencia de un señor que pasará a los anales y rectales de la Provincia de Salta como el único funcionario capaz de terminar a las piñas una audiencia de conciliación laboral con los sindicatos.
Pero al sueldo de 350 empleados de la Municipalidad de Aguaray alguien tiene que pagarlo, y, tal como están las cosas, las probabilidades de que esa cantidad de dinero mensual (que se antoja ingente) sea desembolsada por el bolsillo del señor Sáenz o del más belicoso bolsillo del señor Zigarán son realmente cercanas a cero.
Es más razonable pensar que, para ganar las elecciones en Aguaray, Sáenz dispondrá de una equis cantidad de dinero público (dinero que es de todos los salteños o, en su caso, de los que viven en Aguaray) para poder pagar estos sueldos, que su propio interventor ha definido como «inútiles», ya que sus perceptores son personas (señoras y señores) que en condiciones normales deberían buscarse la vida en otro sitio.
Saltamos hasta el techo cuando los gauchos piden que de las mismas arcas se saque dinero para pagar su asado y su beberaje, pero al «gesto» de «evitar los despidos» lo convertimos en una «gesta», en un acto heroico y memorable del Gobernador.
Por supuesto, cada uno es dueño de aplaudir o no una decisión tan insolidaria e irresponsable como esta. Cosas mucho peores se han aplaudido estos últimos años.