Si Romero no quiere ‘pelear’, lo más lógico es que se vuelva a su casa

  • El senador Juan Carlos Romero ha dado algunas explicaciones poco convincentes de los motivos que lo han llevado a desechar su candidatura a Gobernador de Salta (habría sido la quinta vez) y a preferir la más segura y acogedora candidatura a senador nacional.
  • La engañosa sabiduría de la vejez

Romero ha dicho, con palabras más o menos parecidas a estas, que «no le interesa pelearse por el poder en la Provincia de Salta», lo cual es de agradecer, puesto que esta lectura de la política aclara bien algunos conceptos fundamentales: el «poder en Salta» es una cosa y los escaños en el Congreso de la Nación son otra, bien distinta.


Es probable que las ganas que tiene Romero de «pelear» se hayan reducido sensiblemente. Resulta difícil pensar que nuestro senador vitalicio haya sufrido, al entrar en uno de sus palacios, un inesperado baldazo de sabiduría y sensatez. Al contrario, es más probable que sea la edad (en noviembre próximo cumplirá los 69) la que lo ha empujado a abandonar -bien que a su modo- las luces centrales del ring.

Para Romero, el Senado de la Nación no es «pelea», sino más bien pan comido, un pan que se viene sirviendo en su mesa desde finales del año 1986, fecha en que su padre, lo señaló con el dedo para ocupar un escaño en el Senado en representación de la Provincia de Salta, sin que aquel joven e incipiente empresario de solo 35 años tuviera por entonces ninguna experiencia política.

Los más malvados podrían decir que tampoco la tiene ahora, casi 35 años después. 35 años que se descomponen en 12 años de Gobernador de Salta y 23 de senador nacional. ¿A quién podrían quedarle ganas de pelear con semejante palmarés? Quizá a Roger Federer, pero no a Romero.

Este supremo renunciamiento de Romero debe entenderse como acto atravesado por la más conmovedora generosidad, pues al no querer pelea, Romero da a entender que deja el poder provincial «para que los chicos se entretengan disputándoselo», mientras que él, levitando sobre las miserias de la aldea, prefiere la menos enredante vida de las altas esferas federales.

La política es, al fin y al cabo, una responsabilidad que se vive y se ejerce en un suspiro de la vida. Quien se aferra a la política para vivir es porque carece de responsabilidad.

Probablemente, cuando el senador Romero emprenda su regreso a la casa del padre (no a la del suyo propio sino a la casa celestial) se organizará un magnífico velorio en el Salón Azul del Congreso. Al fin y al cabo, nuestro senador ya ha cumplido allí más tiempo de servicio que la antigua y señorial familia de los Murature, históricos servidores del Parlamento Nacional.

Y si hablamos de regreso a casa, Romero debería hacer la gran Greta Garbo y recluirse en la montaña a leer Parabrisas Corsa y a repasar las obras maestras del Premio Nobel Ferreyra Lamas. Si su deseo es no pelear, lo mejor es recogerse y recomponer los lazos de la propia existencia con la naturaleza.

Si Romero lo consigue le habrá hecho un gran favor a la política salteña. Aquel que debió hacer cuando, cumplido su primer periodo como senador nacional, descubrió que poco podía más aportar a un país destruido por gente que, como él, solo deseaba pelear, pelear y seguir peleando.