Un elogio sincero y moderado de Gonzalo Quilodrán

  • En cuestiones de tan delicado equilibrio no conviene dejarse arrastrar por las primeras impresiones, ni apoyar a ciegas determinadas formas de solucionar los problemas que pueden llevarse por delante valores importantes para la democracia que aspiramos a construir.
  • Un acto de justicia

Las lealtades personales han desfigurado a la política de Salta hasta volverla irreconocible. Muchos de nuestros problemas políticos se explican en buena medida por la enorme propensión que tenemos los salteños a mirar los acontecimientos de la vida pública que nos importan como una cuestión de vanidades personales.


En Salta, al igual que lo que sucede en otros lugares del país con niveles de subdesarrollo parecido al nuestro, los partidos políticos han dejado de desempeñar su papel de mediadores privilegiados en la relación de la representación del ciudadano. En sociedades más desvertebradas y con un menor nivel de institucionalización, ese papel es desempeñado por el cacique de turno, quien no solo recibe sino que a menudo también exige sujeciones muy estrechas, no ya a sus ideas sino incluso hasta a sus caprichos personales.

Gonzalo Quilodrán ha sido criticado a diestro y siniestro por haber desempeñado varios cargos en el gobierno de Urtubey y por haber intentado varias veces obtener en las elecciones un escaño en las asambleas legislativas. Ha defendido -siempre, a mi juicio, con limpieza y elegancia- lo que él en su momento creyó que era limpio y transparente y otros creímos que no lo era tanto.

Si ahora ha tomado distancia de aquel horroroso teatro de las vanidades y se está animando a denunciar sus excesos, más que tratarlo como a un tránsfuga o como un traidor (cosa que se ha hecho con una crueldad muy refinada estos días) hay que felicitarlo, con sinceridad pero también con moderación, porque no se trata aquí de celebrar otra cosa que un gesto de libertad que contribuye a mantener viva la llama de la democracia en un lugar tan castigado por el autoritarismo personalista como es la Provincia de Salta.

Otros, que han compartido con él espacios y momentos de lucha, han preferido seguir la estela del cacique y han arriado sus banderas, buscándose la vida debajo del ala del antiguo enemigo, incluso fuera de Salta. Quilodrán, por el contrario, ha mantenido el pulso.

Probablemente él ha visto más de lo que dice que ha visto, pero pocas dudas caben acerca de que lo que pudiera haber presenciado cuando formó parte del cogollo urtubeysta en Salta no fue para él, en ningún sentido, un espectáculo moralmente sustentable. Lo menos que pudo haber visto -y me animo a decir también que padecido- es el alejamiento de la política por parte de los ciudadanos debido al abandono de estos, víctimas del narcisismo elitista de un grupo que hoy controla el poder en Salta con mano de hierro.

El grupo poderoso, enriquecido materialmente hasta los límites de la náusea y devaluado moralmente en proporción inversa, ha echado mano en Salta de procesos electorales de tintes más o menos plebiscitarios, en los que nunca se discute nada, excepto la simpatía o el rechazo de los líderes políticos, que casi siempre son los mismos. Es decir, que una de las cosas que puede haber provocado el hastío de Quilodrán (o que al menos hizo un visible cortocircuito con sus conocimientos de teoría política) es que los ciudadanos electores solo han sido tenidos en cuenta por el poder absoluto para que den su bendición general a la permanencia o conquista del poder por parte de unos señores que dicen representarlos pero que no están de ningún modo conectados con ellos.

Fijémonos por ejemplo en los wichis que protestan en el centro de Salta o en los coyas que bajan a pie de San Antonio de los Cobres, que solo reciben el silencio de unos funcionarios de segunda línea, pues el Gobernador está ausente de sus labores por razones que no están vinculadas precisamente con su gobierno en Salta.

Convendría preguntarse por qué, si Urtubey habla de «unidad nacional» y se considera a sí mismo como el enterrador de la «grieta» ha encajado tan mal, con tan poca deportividad, que una persona como Quilodrán tome distancia y afirme su autonomía de pensamiento y acción. ¿Acaso no es eso hurgar en la brecha de tal «grieta»?

Si yo fuera Quilodrán también habría hecho las maletas en el mismo momento de comprobar cómo la elite gobernante, una vez obtenido el beneplácito popular en las urnas, se dedicó a hacer su política de espaldas a ese pueblo del que solo se acuerdan cuando suenan otra vez los tambores de guerra de unas nuevas elecciones. Una guerra -en el caso de Salta- de muy baja intensidad, por cierto.

Los que critican a personas como Quilodrán y las condenan al infierno eterno suelen plantear el debate desde el punto de vista de la “traición” a los partidos políticos y al electorado. Pero es que ninguna de estas dos cosas es tan grave como quieren presentarla, y además hay que tener en cuenta que ha sido la elite gobernante la que ha destruido los partidos y la que ha dado la espalda primero al electorado. Pienso que cargar contra el arrepentido es una forma de ceguera que parte de la base de construcciones teóricas excesivamente simplistas.

En cuestiones de tan delicado equilibrio no conviene dejarse arrastrar por las primeras impresiones, ni apoyar a ciegas determinadas formas de solucionar los problemas que pueden llevarse por delante valores importantes para la democracia que aspiramos a construir. Hablo de valores que debemos preservar para intentar mantener abiertos los mecanismos de crítica y renovación del sistema.

Hay que acabar de una vez con las condenas automáticas que soporta el que se va solo y sin que lo echen, por el solo hecho de irse. Pienso que es mucho más útil para el ciudadano mirar con desconfianza al que da volteretas de circo, cambia de opinión sin motivo, acuerda con sus antiguos enemigos, e intenta al mismo tiempo engañar a sus seguidores diciéndoles que él no ha cambiado ni un ápice y que sigue «la huella recta».

En política hoy todo es posible, y si bien es verdad que no se puede andar saltando de partido en partido con la misma alegría de quien retoza en una pradera (como lo hace la única legisladora nacional que tenemos los salteños), el abandono oportuno de los dominios del error no puede ser penalizado con agresiones ni descalificaciones sino saludado como un gesto valiente y constructivo para la democracia que anhelamos.

El poder absoluto tiene un grave problema de identidad, y como se ha visto ayer en el patético acto realizado por Urtubey en Limache, también de cohesión. Pero las soluciones que debemos explorar no pasan, a mi juicio, por hacer aún más rígido el sistema, echando a los perros el honor de los que han abandonado la nave, sino por construir espacios de flexibilidad que recuperen para el juego político a quienes lo han abandonado hace ya tiempo.

No sé exactamente qué hará Gonzalo Quilodrán en el futuro inmediato, pero a buen seguro que si su afán político pasa hoy por denunciar los excesos, las debilidades y las corruptelas de un poder personalista y singularmente ambicioso de figuración y de riqueza, el hombre tiene un lugar al lado de los que luchan por una Salta más justa, más igualitaria, más transparente y, sobre todo, menos atada a la figura de un solo hombre.