
El juez Federico Diez, que ocupa un asiento en la Sala VII del Tribunal de Juicio de la ciudad de Salta, denunciado por violencia de género, pero jamás sometido a juicio, fue apartado de forma cautelar de su cargo por el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, que lo mantuvo suspendido y con parte de su sueldo embargado durante mucho tiempo. A comienzos del pasado mes de diciembre, Diez recuperó su cargo y su jurisdicción, sin que la Corte de Justicia lo hubiera informado oficialmente, tras haber concluido de forma favorable para él el proceso penal que se había seguido en su contra.
Su caso contrasta notablemente con el del también juez Víctor Raúl Soria, que fue juzgado y condenado por violencia de género por dos órganos jurisdiccionales de diferente grado, que no ha recibido -que se sepa- ningún apercibimiento de parte de la autoridad que ejerce la potestad disciplinaria sobre jueces y que, desde luego, tampoco ha sido ni suspendido ni sometido a proceso por el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados.
La sentencia que ha condenado a Soria aún no es firme, pero aunque llegara a ser revocada por la Corte de Justicia, ¿qué es lo que explica que a un juez que simplemente fue denunciado y cuyas faltas jamás fueron probadas en juicio haya soportado una larga suspensión cautelar y que otro juez que ha sido condenado en dos instancias siga en su puesto como si nada hubiera ocurrido?
La reciente Acordada 13476 es un auténtico sarcasmo. De su lectura solo se puede colegir que la Corte de Justicia (mientras el asunto llega a su conocimiento) ha resuelto poner paños fríos en la disputa que enfrenta a dos magistrados (uno de ellos del Ministerio Público de la Defensa), para ganar tiempo o para cualquier otra cosa que no sea depurar responsabilidades y ejercer el poder disciplinario de la forma que corresponde.
Bien es verdad que la alteración de las normas de reparto de asuntos es una cuestión gubernativa que no afecta a la competencia, pero recurrir a este mecanismo para evitar simplemente que dos personas se encuentren es una manifestación clara de la impotencia o de la falta de rigor de quienes tienen el poder de acabar con este tipo de disputas de una forma que sea compatible con la igualdad y la libertad bajo la razón.
Si la Acordada 13476 es una forma de «castigo» (una especie de tobillera electrónica virtual), pues tan castigado ha sido el agresor como la agredida. Y esto, desde luego, no es razonable de ninguna forma.
En condiciones normales, las dos condenas sucesivas del juez Soria deberían servir como disparador de la actuación inmediata del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, porque con independencia de que sus malos modos (debidamente acreditados) constituyan o no violencia de género punible, la prueba producida en las dos instancias anteriores (que la Corte de Justicia lamentablemente y aunque quiera no va a poder revisar) es suficiente para generar una presunción bastante sólida de mal desempeño de sus funciones.
Las normas que nos rigen no permiten hacer distingos entre la violencia de género que se ejerce físicamente y la que se ejerce por medio de la palabra y de los gestos. Que uno de los casos que comentamos tenga una repercusión penal que el otro no tiene no debería ser motivo para proceder de diferente forma.
La Corte de Justicia de Salta tiene ahora la palabra; y no solo para decidir la suerte del proceso seguido contra el juez Soria sino para presentarse a la opinión pública como un tribunal ecuánime, que trata las situaciones similares con el mismo criterio jurídico y con la responsabilidad necesaria.