
Más para mal que para bien, los jueces han sido los protagonistas absolutos de la política salteña durante el año que acabará dentro de dos semanas.
Muchas veces sin habérselo propuesto y en ocasiones contra su voluntad, magistrados y magistradas del Poder Judicial de Salta han ocupado, durante este ya declinante 2018, amplios lugares en la prensa y en la opinión a veces cruel de unos ciudadanos comunes que hasta hace poco apenas si los tenían en cuenta.
El salto a la fama de los jueces salteños, su pérdida de virginidad política, comenzó a fraguarse a finales de 2017, cuando su pretensión de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación declarara inconstitucional el artículo 156 de la Constitución de Salta (sueño acunado pacientemente por un grupo selecto de magistrados fascinados con los juegos de poder) se estrelló contra un muro. Pero pocos colectivos como los jueces tienen esa virtud de poder convertir sus derrotas en nuevas oportunidades para alcanzar la victoria por otros medios.
Y así lo hicieron. Los cuatro colosos que sostienen los cimientos de la ciudad judicial echaron a temblar en febrero de 2018, cuando se supo que tras el fracaso en la Corte federal y el anterior naufragio del proyecto de ley del gobernador Urtubey, con el que pretendía convertir en eternos a unos jueces que juraron por su conciencia y honor desempeñar el cargo de forma temporal, los jueces amigos del poder decidieron interponer ante la muy pedestre y aldeana Corte de Justicia provincial una acción popular de inconstitucionalidad, para que fuese la propia Corte local la que declarara lo que el máximo tribunal federal y el Poder Legislativo ordinario de Salta se habían negado, casi simultáneamente, a declarar.
Una buena parte de los salteños descubrió entonces lo que estaba parcialmente oculto: que mientras el Gobernador de la Provincia y el Poder Legislativo ejercían sus funciones con un mínimo de control externo, de una forma sibilina la cúpula del Poder Judicial estaba realizando ingentes esfuerzos por ejercer sus enormes poderes sin ningún tipo de control y sin ninguna sujeción a la Ley, subordinando a esta a sus designios.
Algunos jueces -porque hay que reconocer que no han sido todos- se olvidaron de los temores de MONTESQUIEU y se lanzaron como un enjambre embravecido de abejas africanas a la conquista y el control del poder perdurable. Se dieron cuenta de que el Gobernador de la Provincia -un hombre de mente dispersa, flojo de conocimientos y de principios mutables e intercambiables- no aseguraba suficientemente a futuro el dominio de una clase social sobre el conjunto de las estructuras institucionales, y se abocaron a la patriótica tarea de asegurar ese dominio por ellos mismos.
Pero no se dieron cuenta -no quisieron darse cuenta, tal vez- de que el poder corrompe siempre y que siempre tiende al abuso. Quienes se embarcaron en esta nave en un viaje sin retorno perdieron así el sentido de la realidad, lo que no solo produjo un visible divorcio con el pueblo que confiere legitimidad a su autoridad, sino también un serio divorcio con la Ley, que es la que otorga a aquella autoridad delegada su sentido final y asegura su supremacía moral.
El problema afectó mayormente a la cúpula judicial, por cuyos enormes poros abiertos penetró el maligno virus del despotismo. Pero frente a quienes sostienen la teoría de que el Poder Judicial de Salta está partido en dos por una división horizontal, se alzan aquellos que, con un poco más de fundamento, afirman que lo que ha pasado este espantoso año de 2018 es que los jueces se dividieron alrededor de un eje vertical, que comienza a atisbarse en la propia Corte de Justicia, en donde no todos -al parecer- han sido atacados por el maligno virus.
El problema es que la enfermedad siguió su curso y pocos se dieron cuenta de que el poder cambia el cerebro de las personas; que su ejercicio facilita la liberación de unas sustancias neurotransmisoras que provocan una inmediata satisfacción. Aun en su delirio, el enfermo se da perfecta cuenta de que, sin controles ni contrapesos, el ejercicio del poder es muy satisfactorio y ello provoca que la persona afectada siga mandando obsesivamente, pero cada vez con menos sentido de la realidad, sin límites racionales de ninguna naturaleza. Esto es lo que ha pasado en Salta.
Al darse cuenta de que ciertos jueces habían traspuesto una línea roja, la opinión pública los bajó de su pedestal y los puso a una altura conveniente para recibir los golpes. ¡Y vaya si se los han dado! Algunas veces, injustamente, todo hay que decirlo.
Cuando está por acabar el año y el edificio judicial se tambalea, algunos han salido a derramar lágrimas por la autoridad perdida y otros a amenazar con utilizarla cada vez con más intensidad y precisión contra quienes osan en poner en entredicho sus privilegios. Lo que no saben o parecen no querer entender es que la única forma de recuperar el prestigio perdido y reconstruir la autoridad deteriorada es volver a respetar la Ley y aceptar -digamos, deportivamente- que se controle el ejercicio de su poder.
Es decir, no se necesita gastar dinero en operaciones mediáticas de image laundry. Es gratis.
Porque es evidente que si el poder de los jueces carece de controles institucionalizados suficientes y eficaces, más tarde o más temprano los límites ciudadanos van a aparecer de una forma brutal. Y frente a esa posibilidad extrema, cualquier juez echa a temblar.
No mencionaré, para no amargarle las fiestas a nadie, la cantidad de casos y sucesos en los que se han visto envuelto algunos jueces. Todos saben que el 2018 ha sido un año desgraciado para la profesión judicial. Lo que no puedo evitar recordar que fue en este año que, por primera vez en un largo periodo de ejercicio democrático, el presidente de la Corte de Justicia de Salta fue objeto de un intento de juicio político. El precipitado final de este proceso -que de haberse sustanciado como correspondía, podría haber mejorado sustancialmente el juego democrático en Salta, la imagen del Poder Judicial en su conjunto y la personal del acusado- nos privó a los salteños de ver el final de una película apasionante.
Tampoco me quiero olvidar de la aparición de ese incómodo foro de observadores, que se ha convertido en un auténtico pain in the ass para unos jueces cada vez más despistados, cada vez con menos recursos mentales para defenderse de las críticas y salir al paso de la maledicencia. Parece mentira que un grupo tan pequeño y tan poco activo haya podido poner en tantos aprietos a una judicatura tan pagada de sí misma.
Todavía no se sabe muy bien de qué forma van a culminar los jueces salteños su alta noche y si van a soportar la tortura de un poder cruelmente insatisfecho. Nadie puede saber ahora si el año que viene la sucesión de acontecimientos será vertiginosa como lo ha sido en el curso del año que acaba, con primeros planos y detalles que insinúan lo que se oculta. Es difícil pensar ahora mismo que los jueces vayan a renunciar a ejercer el enorme poder que ostentan (y que algunos seguramente «detentan»), pero se espera de ellos que la artística sencillez de sus conciencias les impulse a rodearse de los controles que hasta ahora solo han venido desmontando con una precisión de relojero.
Se deberá terminar con los concursos amañados, con las designaciones de jueces amigos, para que se jubilen o hagan carrera desde la más ofensiva de las ignorancias; se tendrán que acabar las acordadas procesales y normativas, los mayestáticos gestos de la superintendencia, los recursos federales extraordinarios denegados solo por el color de las tapas del expediente, las sentencias propias que se declaran luego de «imposible cumplimiento», el delirante sueño de recaudar los impuestos «propios», las duplicidades institucionales (Consejo de la Magistratura, Tribunal Electoral, Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados) que dejan entrever que en algunos magistrados de alta nota habita el indomable espíritu de Patoruzú, que pateaba el córner e iba él mismo a cabecearlo.
Pero solo estas cosas no bastan. Ciertos jueces deberán renunciar al empeño de convertirse en la «reserva moral» de la Provincia, dejar de soñar con ser la esperanza blanca del dominio social por antonomasia, ante la penosa retirada del Gobernador de la Provincia de la escena pública. Es una tarea difícil pero seguramente no imposible.
Cuando la judicatura salteña retorne a la frialdad y a la seriedad que se supone inscrita en su ADN, cuando se dé cuenta de que el cultivo del poder en ambientes fuertemente jerarquizados conduce a la ruina democrática, ese día, quizá, se acabarán los juicios por violencia de género contra ellos, los jurys por gritonear a una menor de edad, los pedidos de destitución en juicio político, las acusaciones de exceso de garantismo, las sospechas de amiguismo y compadreo en la selección de los futuros colegas, los esperpentos legales e institucionales que denuncian los viejitos piolas del foro y, por supuesto, los injustos escraches en pizzerías de la periferia.
Mientras tanto no se lleve a cabo la transformación radical que promueva el control del poder y la condena de su uso abusivo, mientras la Ley no vuelva a inundar de justicia e imparcialidad los pasillos judiciales, me temo, queridos amigos, que habrá que aguantarse que pasen cosas como las que he señalado en el párrafo anterior.