
Lo que pretendía la magistrada es que un adulto explicara a una niña de tan solo cinco años de edad cómo funciona la compleja red de lealtades y jerarquías que enmaraña las relaciones humanas en el seno del Poder Judicial y que en la mayoría de los casos ni los propios adultos son capaces de comprender.
A los gritos, y con modales más propios de las mejores verdulerías interiores del Mercado San Miguel, una jueza del orden jurisdiccional de Personas y Familia de la Provincia de Salta irrumpió en una vivienda para exigir a sus moradores el cumplimiento de una orden suya.
Un vídeo casero permite reconstruir los extraños argumentos esgrimidos por la jueza para justificar su presencia en la diligencia: 'Es una vergüenza que yo tenga que salir de los estrados del tribunal para venir a decir cómo tiene que ser la cosa', se escucha gritar encolerizada a la jueza.
De la destemplada queja de la magistrada se deduce que su presencia allí -absolutamente inusual, e incluso innecesaria, para el tipo de diligencia de que se trataba- se debió no tanto a la contumacia de las personas alcanzadas por su irresistible «orden» sino a la alarmante inoperancia del personal especializado que depende de su juzgado o de los servicios auxiliares del Poder Judicial.
Aunque los expertos dudan de que esta fuese la verdadera motivación de la presencia de la jueza en un lugar en el que no debía estar, si el argumento llegara a ser cierto -dicen- contra quien tendría que haber cargado la jueza y a los que debería haber exigido celeridad y obediencia es a sus propios empleados ineficientes y no haberse dirigido a todo pulmón contra una abuela indefensa y contra una pequeña de cinco años, a las que en el vídeo se escucha suplicar educadamente que la descontrolada magistrada no les gritara.
La engolada cólera de la jueza rozó extremos surrealistas cuando a grito pelado se quejó de que 'los adultos no saben poner las reglas'. Solo la educación y la suavidad de trato de la abuela de la pequeña evitó que el absurdo comentario de la jueza fuese respondido con un demoledor retruco: 'Pero adultos como usted, que sí saben poner las reglas, al parecer no saben hacerlas cumplir'.
Se comenta en los pasillos judiciales que la jueza señora Claudia Güemes, poseedora no tanto de autoridad como de un vozarrón intimidante y de unos modales propios de la nunca bien ponderada «familia carrera», es conocida en aquellos ámbitos por ser una fan incondicional del presidente de la Corte de Justicia de Salta, Guillermo Catalano.
Lo cierto es que, con padrinazgos o sin ellos, la señora Güemes -indómita y orgullosa descendiente del héroe gaucho- ha transgredido todos los protocolos de intervención judicial en materia de menores y -lo que es incluso más triste- con su falta casi absoluta de control de sus emociones ha dejado muy mal parado al resto de los jueces, que ejercen sus funciones con apego a la ley y respeto a los derechos fundamentales de los justiciables.
La magistrada debió haber suspendido la diligencia inmediatamente ante la cerrada negativa de la niña a acatar la orden. Una niña que en presencia del juez se niega a cambiar de residencia, debe ser escuchada, cualquiera sea su edad y su capacidad de razonamiento. La jueza no solo debió suspender e intentar comprender las razones de la pequeña sino también convocar inmediatamente a los letrados de las partes, quienes, por cierto, debieron estar presentes cuando la jueza arremetía de voz en cuello contra una familia que solo deseaba seguir viviendo junta.
Actitudes como esta, precisamente, se esperan de aquellos jueces que son partidarios de levantar los límites temporales al ejercicio de los cargos que la Constitución ha erigido para evitar el abuso de poder en el ámbito judicial; unos límites que existen para garantizar los derechos de las personas como los de esa abuela y esa niña pequeña, que no debieron permitir en ningún momento que una señora con buena prosodia pero con ínfulas de todopoderosa les diga hasta dónde es capaz de llegar la autoridad judicial desbocada.