El voto electrónico envilece nuestras elecciones y degrada nuestra democracia

  • Cuando a Juan Manuel Urtubey se le ocurrió que los ciudadanos de Salta debían cambiar de raíz su sistema de emisión de voto, las máquinas electrónicas -todavía balbuceantes- gozaban de una cierta buena fama en los países democráticos que las utilizaban para sus elecciones políticas.
  • Las horas contadas

Pero bastó que Salta se plegara a esta peligrosa moda -sin que, por cierto, nadie lo hubiera pedido- para que el voto electrónico, las máquinas de composición del sufragio y todo el sistema de tarjetas, chips, recuento automático y transmisión telemática de los datos cayera en un profundo descrédito, a nivel mundial.


Poco tiempo hizo falta para que los países más avanzados se dieran cuenta del peligro que para sus procedimientos democráticos supone el uso de unas herramientas, que -al contrario de que lo que suele suceder con algunas de las nuevas tecnologías- se mostraba cada vez más inmadura, más vulnerable a los ataques, más opacas y más inverificables.

Una de las razones de esta paradoja es que el voto electrónico, tal cual lo conocemos, se vuelve menos transparente para los ciudadanos/usuarios en la medida en que más seguridad se introduce en sus mecanismos. A la inversa, mientras más esfuerzos se hacen en mejorar la transparencia decrece correlativamente la seguridad. Es inevitable que así suceda.

Allí donde estaba implantado, el voto electrónico comenzó a caer y a provocar un efecto dominó que, al parecer, se detuvo misteriosamente en la sureña localidad de El Tala, pues a Salta no ha llegado. En el mundo civilizado la herramienta fue abatida por la piqueta de los mismos partidos políticos primero, por la implacable desconfianza ciudadana después y, al final, por la inapelable decisión de los tribunales más importantes y eruditos del mundo.

Es sabido que en Salta -un territorio que no es Sillicon Valley, precisamente- la apuesta por la seguridad del sistema electrónico de votación se ha basado casi exclusivamente en el secretismo, algo que ha sido reconocido expresamente por las más altas autoridades de la administración electoral salteña.

Poco ha faltado, pues, para que la seguridad de esta vital herramienta de nuestra democracia hubiese sido confiada a brujas, a curanderos y a ocultistas.

Nuestro voto electrónico no solo es inseguro, vulnerable y poco transparente -como lo son también sistemas parecidos que han sido expulsados de las democracias avanzadas- sino que sus escasas virtudes están confiadas de algún modo a la magia. Una magia que, por cierto, no solo es poco efectiva sino que también cuesta millones y millones a las arcas provinciales.

Pero lo peor que podría ocurrirle al voto electrónico salteño no es lo anterior sino lo siguiente.

Por razones que se han escapado al control de sus introductores, el voto electrónico en Salta se ha convertido en la bandera de una parcialidad, al mismo tiempo que concitaba el rechazo de un 80 por cien del arco político salteño, si se exceptúa al gobierno.

Hoy, la defensa del voto electrónico corre solo por cuenta del gobierno y de alguno de sus partidos satélite. La herramienta ha quedado identificada con su introductor y vinculada con la trampa y la sospecha, que son precisamente los elementos que destruyen la confianza democrática en los mecanismos electorales.

Quiere esto decir que aunque en Salta se emplee la mejor de sus versiones o se pretenda que creamos que estamos utilizando una herramienta ultrasegura e invulnerable, el voto electrónico ha caído ya en un descrédito del que le será imposible recuperarse.

Quienes en Salta todavía defienden este peligroso juguete se comportan como los negacionistas del cambio climático. Es decir, mientras el mundo asiste con pavor a las alteraciones más inexplicables de la atmósfera y los gobiernos responsables toman medidas casi desesperadas para reducir las emisiones y concienciar al resto sobre los peligros para el planeta, en Salta parece que no pasa nada, que seguimos respirando el mismo aire de siempre.

Parece como si al voto electrónico de Salta lo hubiera inventado Güemes. De otro modo no se explica el motivo por el que, a pesar de la enorme fuerza y capacidad de convicción del movimiento mundial en contra de esta herramienta, en Salta todavía se lo defiende con uñas afiladas y colmillos goteantes, como si se tratara de un elemento identitario más del famoso orgullo salteño.

Así como -dicen- que la xenofobia y el nacionalismo se curan viajando, el amor irracional por el voto electrónico se cura leyendo y comparando las experiencias de los diferentes países. Millones de páginas muy bien escritas y mejor fundamentadas se han publicado en los últimos años para advertirnos de los enormes peligros que para la democracia supone el uso de este tipo de dispositivos en unas elecciones representativas.

Pero en Salta -como sucede con casi todo lo que viene de afuera- ignoramos a los científicos; exactamente igual que hacen los irresponsables políticos que niegan las incontestables evidencias del cambio climático y el calentamiento global.

La reacción a nivel mundial nos enseña que ni el planeta ni la democracia quieren suicidarse. Por esta razón, y aunque le duela al héroe gaucho, el voto electrónico tiene en Salta las horas contadas.