De la vergüenza y el fracaso nacional, al éxtasis del fútbol argentino en Madrid

  • Pocas veces como ayer vi en Madrid a policías nacionales tan amables con la gente a la que debían controlar. Jóvenes agentes, hombres y mujeres, parecían encantados de tratar con los hinchas argentinos. En las colas de cacheo les hacían hablar y algunos hasta cantar. Los policías parecían deslumbrados por el contacto.
  • La fiesta, en primera persona

Ni en los sueños más alocados de Carlos III -el borbón que encarnó el reformismo ilustrado en España y que convirtió a Madrid en una ciudad moderna y luminosa- cabía la posibilidad de que la villa y corte hospedara la primera final off shore de la Copa Libertadores de América.


Durante unos días que parecieron interminables, por la lentitud con que discurrían, la capital del reino se preparó como nunca para un partido de fútbol; que no es cualquier partido, por supuesto, pero que para una gran cantidad de aficionados madrileños ha sido, sin dudas, el partido del siglo. Las circunstancias que obligaron a que el partido se dispute aquí, al final no importaron demasiado. Se olvidaron muy pronto.

Madrid fue ayer la capital del universo futbolístico mundial. Y el madrileño, antes que mostrarse satisfecho por haber hecho que el fútbol sudamericano haya venido al pie, humillado, impotente y desconcertado, valoró como un honor y un reconocimiento al amor que el pueblo español profesa por el buen fútbol que se haya elegido a Madrid para la disputa de este partido tan especial. Las personas que de verdad entienden de fútbol no piensan en colonialismos, en conquistas o en emancipaciones. A muchos, Colón (que era genovés) les trae al fresco, y si le preguntan a cualquier madrileño quién fue Juana Azurduy, dirán que no la conocen.

Ayer, los que entienden de este deporte, solo pensaron en un partido, probablemente irrepetible, entre dos equipos con una historia extraordinaria e incomparable.

La ciudad recibió ayer a los hinchas venidos de allende el Atlántico con tiempo anticiclónico, nubes altas, un sol tímido de finales del otoño, una temperatura que era de 16 grados centígrados (una caricia para el cuerpo) a la hora en que se abrieron las puertas del estadio y niveles altos de contaminación atmosférica. Los hinchas ridículos que se vinieron abrigados como si la final, en vez de haberse disputado en Madrid, se jugara en Kiev, se vieron obligados a dejar toneladas de bufandas y forros polares en los generosos contenedores del Paseo de la Castellana.

Además de las riadas de middle class argentinos, que subían o bajaban por el Paseo de la Castellana según los colores que portasen (los de River venían de la Plaza de Castilla, mientras que los de Boca lo hacían desde los Nuevos Ministerios), había muchos oriundos, felices, animados por la curiosidad, contagiados de los cánticos, los bailes y los gritos, que aquí son infrecuentes.

Hay que admitir que la decisión de la Conmebol de que el partido se jugara en Madrid supuso sustraerle el espectáculo a las clases argentinas más populares, que no pudieron llegar aquí por el enorme umbral económico que había que sortear, y que en estricta justicia se merecían estar en la cancha alentado a sus equipos.

Pero más que el comportamiento de los hinchas argentinos, lo que sorprendió ayer fue el entusiasmo del aficionado español, que se volcó masivamente en un partido que le vino de regalo, en una época especialmente propicia para regalos y fiestas. El madrileño, en general, no fue desdeñoso con el espectáculo que le fue servido y le dio a la final de la Copa Libertadores el lugar y la jerarquía de los mejores partidos de la Champions League. Las radios y las televisiones apenas si tenían espacio para hablar de otra cosa que no fuese este partido. Ni aunque se hubiese jugado aquí una final continental entre el Madrid y el Barça el entusiasmo mediático habría sido tan intenso.

Pocas veces como ayer vi en Madrid a policías nacionales tan amables con la gente a la que debían controlar. Jóvenes agentes, hombres y mujeres, parecían encantados de tratar con los hinchas argentinos. En las colas de cacheo les hacían hablar y algunos hasta cantar. Los policías parecían deslumbrados por el contacto. Un hincha cualquiera, de Boca o de River, con pintas de no haber leído un libro en su vida, te puede recitar un poema de Borges o darte una pequeña lección de psicoanálisis o de filosofía, incluso mientras está siendo cacheado. Los policías, por supuesto, agradecidos, pues no se trataba ni de los hinchas del Celtic, ni de los del Ajax, a los que no se les entiende ni papa, más por la borrachera que portan que por el idioma que hablan.

Parece mentira, pero si diez hinchas argentinos hacían un círculo, se agarraban su propia cabeza y cantaban desaforadamente «la puta que me parió, la puta que me parió», cualquier español podía saber de qué se trataba. El vídeo del Tano Pasman traspasó todas las fronteras.

La cordialidad y el buen trato se apoderaron también de los vendedores callejeros, los dependientes de los bares de las inmediaciones, los empleados del Bernabéu y los conductores de los autobuses. Al final, la ciudad embolsó más de 60 millones de euros, entre pitos y flautas (sin contar las bufandas, las croquetas y los pinchos de tortilla). Habitualmente secos, distantes y malhumorados, los agentes económicos madrileños sacaron a relucir su mejor sonrisa y sus mejores modos como señal de adhesión a una fiesta que se vivió, no solo sin incidentes importantes, sino con un nivel de cordialidad que traspasó claramente la mera afinidad cultural y se expresó en un plano de complicidad cuya base solo se puede sostener en el gusto común por el fútbol.

Los periodistas locales estaban también fascinados. En condiciones normales, para encontrar aquí a alguien que hable con fluidez y coherencia frente a un micrófono abierto, hay que tener mucha suerte. Ayer fue fácil porque cualquier hincha argentino te podía responder cualquier cosa que le preguntases, con alegría, sin complejos y con un nivel de hondura filosófica que dejaría a cualquiera boquiabierto. Incluso algunos periodistas, poco avisados, tuvieron la mala idea de preguntarles a algunos argentinos: «¿Y cómo ve usted la situación socioeconómica de su país?»

¡Para qué! Fue como repartir caramelos a la salida de un colegio. Rápidamente la gente hacía cola frente a los micrófonos para dar su versión -siempre fundamentada, siempre creíble- de lo mal y de lo bien que estaban yendo las cosas en la Argentina. De Macri dios a Macri demonio solo había un par de hinchas de distancia.

Lejos de ser percibido como una vergüenza o como un fracaso nacional, el partido de ayer entre Boca y River fue un gran triunfo del fútbol argentino: una pequeña apoteosis, que merece más celebraciones que lamentaciones. Probablemente no haya sido el mejor partido, el más disputado, el técnicamente más perfecto, pero ha servido para demostrar que la Copa que equipos argentinos ganaron 25 veces no es un torneo de la periferia del fútbol mundial; que nuestro país, a pesar de sus contradicciones, sus problemas y sus filósofos, todavía es muy importante para este deporte y que cuando las circunstancias nos obligan a compararnos con otros países más organizados, el fútbol nacional, con su locura galopante a cuestas, todavía es capaz de seducir con su cultura, su estética y sus valores.