El fútbol mestizo

  • La fortaleza de los equipos nacionales que hasta poco hacían el papel de convidados de piedra en los mundiales es el resultado del mestizaje del fútbol, propiciado por la inmigración y la movilidad de recursos pero también por la revolución tecnológica de las comunicaciones digitales.
  • Sorpresas en la Copa del Mundo
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El Mundial de Rusia dejará para la historia la notable igualdad entre equipos de países con tradiciones futbolísticas muy diferentes.


Antaño -hablo del periodo anterior a 1995- los distintos equipos nacionales llegaban a disputar el máximo torneo con estilos de juego muy definidos que permitían distinguir con bastante claridad determinados patrones culturales entre continentes, países y territorios.

Los equipos en teoría «débiles» tenían entonces muy pocas posibilidades de oponer un juego competitivo y eficiente frente a las escuadras de los países tradicionalmente más fuertes, como Alemania, Brasil, Italia, Argentina, Uruguay o Inglaterra.

Hasta hoy, han sido 79 los países cuya selección de fútbol ha participado en las fases finales de la Copa del Mundo. A menudo se olvida que alguna vez disputaron este torneo seleccionados con tan poca tradición en el fútbol de elite como los de Kuwait, El Salvador, la República Democrática del Congo, Haití, los Emiratos Árabes Unidos, Indonesia, Togo o Jamaica.

Ninguno de estos países se ha clasificado para el Mundial de Rusia, pero, de haberlo hecho, a buen seguro habrían conseguido hoy lo que no pudieron en los torneos en los que les tocó participar: poner en serios apuros a los equipos más fuertes.

En Rusia nos hemos dado con la sorpresa de que los seleccionados de algunos países que llegaron a la fase final por ese sistema de cupos continentales que tiene la FIFA (Islandia, Senegal, Nigeria, Panamá, Japón, Irán, Corea del Sur, Túnez, Arabia Saudí o Marruecos) se lucieron sobre el terreno de juego con equipos aguerridos, ordenados, competitivos y de buen juego. Será difícil olvidar los aprietos en que puso Islandia a Argentina, el juego veloz y combinado de Senegal o Nigeria, la impecable clasificación de Japón, la eliminación de la poderosa Alemania a manos de una disciplinada Corea del Sur o el empate de Marruecos frente a España. Quizá las únicas excepciones a esta regla sean los seleccionados de Arabia Saudí y Egipto, ambos entrenados por argentinos.

Esta especie de reducción del abanico futbolístico mundial se puede explicar por la concurrencia de varios factores: el primero, sin dudas, la convergencia de las estrellas del fútbol en las grandes ligas europeas, facilitada notablemente por la famosa sentencia Bosman a partir de 1995; el segundo la inmigración en los países Europa, que así como ha cambiado el perfil de las grandes ciudades ha cambiado también la configuración de los equipos de fútbol; el tercero, el intercambio constante de entrenadores entre países (cinco seleccionados clasificados para la fase final han sido entrenados por argentinos); el cuarto, la mayor movilidad de los jugadores entre fronteras; el quinto, las dimensiones globales del negocio del fútbol. Y solo por citar a los factores más importantes.

Pero lo que más ha influido en el apreciable cierre de la brecha futbolística entre los países «fuertes» y los «débiles» ha sido seguramente la explosión de las comunicaciones digitales, que ha permitido que el mejor fútbol se conozca en casi todos los rincones del mundo, allí donde antes no llegaba «en tiempo real». Es este un fenómeno enteramente nuevo que ha contribuido a revolucionar el universo del fútbol y que se aprecia con bastante nitidez desde hace unos diez años. Una década en la que la televisión digital y la alta definición se han difundido a gran velocidad por todo el mundo, a través del satélite, del cable, del streaming o de estas tres tecnologías juntas.

En el fútbol, como en otros deportes de elite, el efecto de imitación es muy intenso. Gracias a él, los países de la periferia del mundo futbolístico, que antes llegaban a la Copa del Mundo en una clara inferioridad de condiciones, disponen ahora de casi todos los recursos necesarios para estudiar a sus rivales, sobre todo a los más poderosos, así como para armar equipos a imagen y semejanza de los mejores. Las nuevas tecnologías no solo han revolucionado la economía; también lo han hecho con el fútbol. Hoy, las diferentes culturas futbolísticas se mezclan con facilidad, sin necesidad de que los jugadores emigren o que los entrenadores se desplacen entre diferentes países. Lo que antes no era posible, ahora lo es, y no solo gracias a los avances de la televisión, sino también a YouTube o a Instagram y a la facilitad de operar estas plataformas desde prácticamente cualquier dispositivo.

Las comunicaciones han reforzado de manera significativa la diversidad en el fútbol, han acelerado su movilidad, como antes lo había hecho la inmigración.

Muchas veces se tiende a pensar que el fútbol argentino, tal y como lo conocemos hoy en día, nació de nuestro más prístino espíritu nacional, pero la verdad es que fueron los ingleses primero, luego los vascos y los andaluces. y más tarde los italianos emigrados a la Argentina a finales del siglo XIX los que nos enseñaron a jugarlo y a jugarlo bien. Algo parecido ha sucedido en Brasil y Uruguay, y más recientemente en países como Francia o España, que recientemente se han nutrido del fútbol africano y del sudamericano, respectivamente.

La tradición mestiza del fútbol francés viene de lejos. En 1958 destacaron como estrellas de los bleus jugadores de la talla de Just Fontaine (nacido en Marruecos de padre francés y madre española), Raymond Kopa (hijo de inmigrantes polacos) o Roger Piantoni (hijo de italianos emigrados a Francia).

En la selección española han jugado extranjeros nacionalizados como Alfredo Di Stefano, Ladislao Kubala, Ferenc Puskás, Rubén Cano, Juan Antonio Pizzi, Donato, Mariano Pernía, Marcos Senna o Diego Costa.

En Bélgica la situación es parecida a la de Francia. En el equipo que ha alcanzado las semifinales del Mundial de Rusia brillan con luz propia jugadores como Marouane Fellaini (hijo de inmigrantes marroquíes de Tanger), Vincent Kompany (hijo de padre congolés), Romelu Lukaku (también hijo de padres belgo-congoleses), Nacer Chadli (de orígenes marroquíes), Yannick Ferreira Carrasco (hijo de padre portugués y madre española) o Axel Witsel (hijo de padre francés de la Martinica y madre belga). El entrenador del equipo es un catalán, oriundo de un pueblo de Lleida.

Los ejemplos son numerosos y en su gran mayoría los encontramos en países europeos con pasado colonial y un alto nivel de inmigración. Pero incluso en equipos en los que la pluralidad étnica es bastante más reducida (Islandia, Senegal, Japón, Corea del Norte, Suecia, Marruecos, Perú o Colombia) el juego y las tácticas han evolucionado de una manera sorprendente. En muy poco tiempo el mundo del fútbol se ha hecho mucho más pequeño y los equipos nacionales son hoy mucho más competitivos que antaño.

Párrafo aparte merece el hecho de que por primera vez en la historia del fútbol los europeos van a ganar cuatro Mundiales seguidos. Hasta ahora, los equipos del viejo continente se habían venido alternando con los sudamericanos (Brasil, Argentina y Uruguay).

Pero no se trata de un declive del fútbol de esta parte del mundo, sino, si acaso, de su éxito. Excepto el caso siempre particular de Inglaterra, cuyo juego es casi un calco de su propia historia, los otros tres semifinalistas del Mudial de Rusia (Francia, Bélgica y Croacia) han incorporado muchos elementos del fútbol del otro lado del Atlántico.

Francia y Bélgica son ejemplos muy claros de la diversidad futbolística; en menor medida también lo es el juego que despliega la selección de Croacia, que combina el juego dúctil y ordenado de Modric y Rakitic con el fútbol contundente de Rabic o Kramaric. El entrenador francés, Didier Deschamps, por ejemplo, ha preferido conformar un equipo «antialemán», en el sentido de que su juego es la contracara del esquema rígido y estructurado de su vecino alemán, al combinar ingredientes del fútbol brasileño (el juego fino por el interior, la velocidad en los metros finales, las llegadas frontales y la sorpresa), del uruguayo (la tenacidad, el juego aéreo y la marca metódica) y del argentino (la flexibilidad táctica, la astucia, el desplazamiento veloz de la pelota).

La selección de Bélgica, sin embargo, es casi un calco de la Argentina que disputó la final del Mundial de 2014, como lo fue el Brasil campeón de 2002 que entrenó Luis Felipe Scolari, que imitó la forma de jugar de la selección argentina que entrenaba Marcelo Bielsa y que fracasó en el mismo torneo.

No se puede decir, en consecuencia, ni que el fútbol argentino ha perdido su vigencia en el mundo ni el que el fútbol sudamericano se encuentre en crisis. Si acaso, el problema se encuentra en que los equipos de Europa han sabido sacar mejor provecho de las influencias multiculturales, tanto las propiciadas por la inmigración como las que provienen de la aceleración de las comunicaciones y los flujos globales de información. Sus equipos han conseguido replicar el modelo de estructura-liderazgo-performance de los grandes conjuntos sudamericanos, y ello les ha permitido hablar diferentes lenguajes e introducir variantes en su juego que antes eran impensables.

Por contra, los equipos sudamericanos no han conseguido -al menos en esta ocasión- explotar todo su potencial. Si bien no hay suficientes elementos de juicio aún para hablar de estancamiento o de decadencia, como hacen algunos, el juego de los equipos más importantes del continente ha sido previsible y ha respondido con cierta lentitud al desafío de la crecida flexibilidad de sus rivales. Unos rivales que, por las razones que antes hemos visto, han conseguido romper lo que hasta ahora era un monopolio del fútbol sudamericano en cuanto a técnica y habilidad en el control de la pelota.

Así como el fútbol europeo se ha universalizado, el fútbol sudamericano, que siempre se las ha ingeniado para incorporar a su juego las mejores virtudes individuales y colectivas de sus principales rivales, parece haberse ahora encerrado en sí mismo y confiado su fortuna a los «huevos», un argumento sin valor cuando coincide con la ausencia de ideas claras.

El juego de Argentina, de Brasil y, en menor medida, de Uruguay y de Colombia han demostrado en esta Copa del Mundo un cierto desprecio por las influencias globales que tantos beneficios han reportado a los equipos de otros países. A primera vista, no parece un problema de atraso tecnológico o de falta de actualización de los entrenadores, sino el reflejo de un cierto encierro cultural, cuando no de un rechazo programado a la innovaciones y las tendencias que se esparcen a la velocidad de la luz por el resto del mundo.

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