
A propósito de este acuerdo, me gustaría hacer aquí algunas reflexiones, al hilo de las opiniones que he tenido ocasión de leer y a las que no me propongo calificar de ningún modo.
La primera reflexión está relacionada con el estado del trámite internacional, puesto que hasta el momento solo se puede hablar de un acuerdo de asociación negociado pero no firmado por ninguna de las partes interesadas; ni, mucho menos aún, ratificado por las autoridades soberanas de los países a los que vinculará. Es por esta razón que me llama muchísimo la atención que el anuncio de la conclusión de las negociaciones -que han sido largas y muy complejas, como todo el mundo sabe- haya desencadenado una especie de batalla de opinión sobre las bondades y perversidades de este acuerdo, porque no solo faltan dar pasos esenciales en el procedimiento internacional, sino que también resta saber de qué modo las partes van a poner en práctica los mecanismos previstos en el acuerdo.
Aunque estoy convencido de que es prematuro opinar, sin conocer la letra pequeña del acuerdo y sin saber con exactitud cómo se va a comportar cada una de las partes concernidas, en general pienso que un acuerdo de libre comercio entre dos bloques continentales de tamaña importancia en el mundo (800 millones de consumidores) es en principio bueno para ambas partes y para la economía mundial en su conjunto. Por supuesto, el juicio final dependerá de las medidas concretas que contenga el acuerdo y, fundamentalmente, del modo en que cada parte lo ejecute.
Los que han opinado en contra del acuerdo, tanto en Sudamérica como en Europa, han esgrimido argumentos bastante parecidos, lo que no debería llamar la atención de nadie. Proteccionistas y miedosos hay de los dos lados del Atlántico. Si acaso, el único argumento que podríamos llamar exclusivo de los sudamericanos es esta especie de eurofobia militante que desde hace décadas empuja a un sector bastante caracterizado de la sociedad argentina a desdeñar y despreciar a Europa, a los europeos, a sus gobiernos, a sus empresas y a sus intereses.
Aunque este rechazo pueda ser respetable en algunos casos y en algunos contextos culturales, me parece que tiene poca justificación cuando de comercio se trata.
De lo que hablamos aquí es de nuevas oportunidades para que los agentes económicos ganen más dinero -que es lo que en definitiva propicia el levantamiento de las barreras arancelarias- y si esa es la clave, nos debería dar igual con quién hagamos los negocios. El buen comerciante tiene un solo cliente preferido: el que consume en su tienda y paga el precio fijado. Generalmente no importa ni la raza, ni la religión ni el origen nacional del que compra, mientras compre y nos ayude a prosperar. Algo parecido deberíamos pensar de los negocios internacionales.
Dejando a un lado este detalle que, ya digo, es casi exclusivo de los sudamericanos puesto que en Europa no he escuchado a nadie rechazar el acuerdo por las cualidades sociopolíticas de la contraparte (así como tampoco se oyen voces que aplaudan el acuerdo como un instrumento para oprimir más y mejor a los sudamericanos), el resto de los argumentos gira en torno a las oportunidades y las amenazas que un entendimiento de esta envergadura genera para los futuros socios comerciales.
A mi modesto entender, son más interesantes y numerosas las oportunidades que el acuerdo de asociación crea, que las amenazas, pero, como digo, esta es una cuestión sobre la que no se puede opinar con propiedad en una fase tan embrionaria del proceso internacional.
De lo que sí se puede hablar ahora es del impacto que pueden tener sobre la economía de los países los grandes diferenciales de desarrollo y los ritmos diferentes de crecimiento entre los dos bloques continentales, que en principio obligará a los países del bloque menos desarrollado a realizar reformas estructurales, tanto económicas como políticas, para poder adaptarse al nuevo escenario.
Cuando hablamos de reformas estructurales, casi todo el mundo piensa en una reforma a la baja del mercado de trabajo como argumento para competir; es decir, pensamos en desregulación, desprotección, y caída generalizada de los salarios.
Creo, sin embargo, que es esta una visión muy parcial y bastante ingenua del reformismo, que ignora o deja de lado al menos un detalle muy importante: Europa no comerciará -y menos en condiciones ventajosas- con países o bloques de países que afirmen su competitividad en la rebaja calculada de sus estándares de protección social. Puestos a soñar, diría que si un exportador salteño al que se le abren las puertas de Europa intenta vender sus productos obtenidos mediante el empleo de trabajo infantil, de mano de obra esclava o simplemente hechos por obreros que no disfrutan de derechos básicos, no podrá hacerlo, al menos con la comodidad con que podría hacerlo a otros países. Europa no debería permitirlo.
Y si el acuerdo de libre comercio tiene como efecto aunque sea indirecto la aproximación de los sistemas laborales de ambos bloques, ya será una gran conquista para nuestros trabajadores, que todavía miran desde lejos (e injustamente) los niveles de participación en la renta nacional de sus colegas europeos. El que el acuerdo de asociación beneficie o perjudique a nuestros trabajadores depende en gran medida de la actitud de ellos frente a la liberalización comercial. Si Europa ha pensado en sus trabajadores a la hora de acordar con el Mercosur, parece razonablemente lógico que nuestros trabajadores no vean el acuerdo como un fantasma distante y ajeno, sino como algo más tangible y más próximo que puede hacerlos progresar y mejorar sus actuales estándares de vida.
Nuevamente las asimetrías complican el panorama, puesto que el sector industrial europeo -actualmente el más lastrado por los elevados aranceles en el Mercosur- tiene una dimensión y una potencia desbordantes en relación con el sector industrial de los países sudamericanos; y, a la inversa, el desarrollo de la agricultura, la ganadería y la industria de los alimentos en estos países presenta importantes ventajas competitivas.
Según la poca información que se conoce hasta el momento, la base del acuerdo es la eliminación de los aranceles al 91% de las exportaciones de la UE al Mercosur en un periodo de diez años, a cambio de una importante cesión europea en agricultura. Pero los términos fundamentales del acuerdo han despertado casi los mismos recelos entre los industriales sudamericanos y los agricultores de algunos países europeos, lo que a mi modo de ver indica que el acuerdo es bueno o, al menos, no es tan malo y tan desequilibrado como algunos lo quieren hacer aparecer. Y lo es porque actualmente una parte importante de la industria de los países del Mercosur está en condiciones de adaptarse rápidamente a la expansión del mercado y la competencia de las manufacturas europeas, lo mismo que el sector más vanguardista de la agricultura europea (algunas explotaciones en España, Francia, Irlanda o Polonia) está preparado para competir con la agricultura sudamericana, como lo hace actualmente con algunos productos chinos que se pueden encontrar a buen precio en cualquier mercado callejero de Europa.
El impacto inicial de la instrumentación del acuerdo de libre comercio va a depender mucho del periodo transitorio que acuerden las dos partes, así como de las medidas de contingencia que sean diseñadas para minimizar los perjuicios que puedan sufrir los sectores afectados.
En cualquier caso, dejando a un lado estos planes de contingencia, para los agentes económicos amenazados por la entrada en vigor del acuerdo, la asociación representa una oportunidad muy importante de reconversión de sus unidades productivas. Para los industriales menos competitivos del Mercosur, sin dudas; pero también para el sector agrícola ganadero europeo, puesto que la entrada de productos sudamericanos propiciará seguramente una revisión de la Política Agraria Común en el sentido que pretenden los nórdicos; es decir, para que los fondos europeos que hoy se destinan a subsidiar directamente a los agentes económicos del sector se reorienten hacia la innovación.
Pienso lo mismo que la Secretaria de Estado de Comercio del Gobierno de España, Xiana Méndez, que con este acuerdo de asociación, los dos grandes bloques continentales del mundo han enviado un mensaje claro a favor del libre comercio y en contra de aquellas equivocadas ideas de que el comercio internacional es un juego de suma cero, en el que lo que uno gana el otro lo pierde.
Con las precauciones que he expresado más arriba, pienso que ambas partes ganan con este acuerdo y que su éxito dependerá mucho de la lectura que hagan los agentes económicos del nuevo escenario. La liberalización comercial siempre conlleva una ganancia para el conjunto de ciudadanos y empresas de los países implicados, y esta sola razón nos debería ser suficiente para abandonar el pesimismo, rechazar la xenofobia y reforzar los lazos de integración, puesto que detrás del comercio se esconden una serie de beneficios en forma de aumento de los intercambios de conocimientos científicos y de tecnología, así como de adaptación de nuestras instituciones que todavía no hemos calculado pero que por el momento no conviene desdeñar.