
Como cualquier otro régimen político surgido después de los importantes cambios producidos en el sistema internacional desde comienzos de la década de los años noventa, el llamado gobierno bolivariano de Venezuela ha buscado su legitimación no solo en la dimensión doméstica sino también -y de manera muy activa- en el campo internacional.
Se puede afirmar con un mínimo margen de error que el régimen instaurado por Hugo Chávez Frías a comienzos de 1999 no tuvo empacho en «exportar» su modelo y de influir, con sus decisiones y con su pensamiento, a buena parte de los gobiernos de la región. Es decir, que de la mera legitimidad defensiva en el aspecto internacional, Venezuela pasó rápidamente a poner en práctica una estrategia de legitimación expansiva.
Si Venezuela ha conseguido hacer estas dos cosas, es razonable pensar que cuando el país entra en crisis y el régimen emite señales de debilidad o desestructuración, la influencia internacional debe revertirse. Es decir, que muy difícilmente pueda considerarse moralmente aceptable que Venezuela busque afanosamente la legitimidad en el terreno internacional y que llegue incluso a extender su influencia a otros países, y que luego, cuando llega la crisis se repliegue sobre sí misma, negando a los otros países la posibilidad de valorar la legitimidad del régimen e influir sobre sus decisiones, argumentando razones de soberanía en materia de política interna.
Aun suponiendo que en Venezuela no se estuvieran violando ahora mismo los derechos humanos, el ejercicio de la influencia internacional no solo es admisible y procedente sino que también es inevitable.
Lo que no resulta razonable es pensar que cuando el régimen daba respuestas eficientes a sus ciudadanos era Venezuela la que señalaba el camino de las políticas en el continente, y que, cuando se produce el descalabro, los problemas que aquejan a su sociedad se convierten en asuntos exclusivos de los venezolanos, sobre los que nadie más en el mundo puede opinar.
En el ámbito de las relaciones internacionales, y por lo que concierne a los países de su entorno, el tránsito de un modelo de socialismo carismático (encarnado por Hugo Chávez) a un modelo de socialismo burocrático (representado por Nicolás Maduro) no puede pasar desapercibido. Constituye una irresponsabilidad pensar que tras la muerte de Chávez todo sigue igual en Venezuela, especialmente hacia el exterior del país.
El cambio supone admitir, entre otras cosas, que mientras Hugo Chávez cimentó su expansión internacional en los aparentemente asombrosos resultados sociales de sus políticas de redistribución e hizo coincidir los argumentos de legitimación domésticos con los de legitimación internacional, el régimen de Maduro ha disociado las fuentes. Y así, mientras en el plano interno sigue insistiendo en una estrategia basada en la promesa de racionalidad económica y de eficiencia distributiva, en el plano internacional se ha encerrado en la defensa del nacionalismo protector. Es decir, ha virado a la derecha.
En estas condiciones es muy difícil, por no decir imposible, sustraerse a las presiones internacionales, cuya legitimidad, (en la medida en que están basadas en la defensa de la democracia y de las libertades que el régimen ha recortado de manera calculada), parece incuestionable.
Si los graves problemas que hoy aquejan a los venezolanos van a ser solucionados por ellos mismos, con arreglo a la Constitución que los rige, o si, por el contrario, serán otros los que decidan por ellos, solo lo pueden decidir los venezolanos. Especialmente aquellos que hoy claman por una presión internacional eficiente que fuerce al régimen de Maduro a reconocer a su oposición y a darle los lugares que le corresponde.
La influencia internacional, de la forma que se viene ejerciendo, no desmerece ni anula la soberanía del pueblo de Venezuela. Al contrario, apela a ella desde el reconocimiento y el respeto.
La reciente reunión del G20 celebrada en Hamburgo ha dejado como enseñanza la firmeza de los países más avanzados a la hora de censurar las políticas arbitrarias y alocadas de Donald Trump, presidente de los Estados Unidos de América. Estos reproches, que asumieron la forma de presión directa en el caso de algunos países importantes de la Unión Europea, han sido saludados de un extremo a otro del planeta, sin que nadie llegara a poner en duda la soberanía o la dignidad del país presionado.
¿Es que debemos aplaudir cuando el sistema internacional estrecha el cerco sobre los países y los líderes que no nos gustan y, al contrario, protestar cuando la presión se ejerce sobre países que nos provocan simpatía, acusando al resto de injerencia indebida en los asuntos internos de un Estado soberano?
Así como el mundo globalizado e intercomunicado favorece los intercambios entre los países, también pone a disposición de estos herramientas para monitorizar con más precisión la evolución de los regímenes políticos. Por otro lado, los ciudadanos, cualquiera sea el país de su residencia, cada vez se comunican más y más rápido entre sí, lo que hace prácticamente imposible ignorar o desconocer el estado de las libertades en la gran mayoría de los países del mundo.
Esto último determina que en algunos países democráticos sean los propios ciudadanos los que exijan a sus gobiernos que actúen, con los instrumentos que les son propios, para que en determinado país se restituyan o se preserven las libertades democráticas.