
Cada vez parece más evidente que la, sin dudas, encomiable tarea de hacer que las personas encuentren en Jesucristo una vida nueva y una nueva dimensión de su humanidad para gozar de la plenitud de la vida no tiene una sola estrategia, sino varias.
Una, la que dimana de los luminosos discursos aperturistas del Papa, que parece decidido a ventilar los sótanos de la Iglesia y a quitarle su olor a naftalina.
La otra es la que nace del fundamentalismo, que considera al catolicismo una religión superior y se empeña por poner a las personas bajo el yugo de su ideología, como si se tratara de la verdad.
Esta segunda forma de sentir y practicar la labor pastoral no sintoniza con las ondas del Papa, por varias razones. Entre ellas, la razón superior de que el mensaje de amor del Sumo Pontífice no es suficiente para cambiar la realidad y que hace falta que la Iglesia se cuele en las aulas, en los cuarteles, en las comisarías, en los tribunales, y dirija la acción del gobierno. El fundamentalismo tiende a ver a Francisco como el gran apóstata.
El discurso del Papa sobre los «pastores con cara de vinagre» ha incomodado, sin dudas, a la jerarquía de la Iglesia salteña, cuyos miembros más encumbrados dudosamente obtendrían el título de «míster simpatía» en una competencia de belleza.
Los lazos de la curia local con el gobierno, que han alcanzado su apogeo durante el segundo gobierno de Juan Manuel Urtubey, han reforzado el poder temporal de los pastores avinagrados, de aquellos que se consideran a sí mismos como los únicos custodios de la doctrina tradicional, de aquellos autoproclamados jueces supremos de las herejías y los abusos.
Los nuevos vientos que soplan en la Iglesia desde su misma cima no parecen estar llegando a los sótanos de la Iglesia salteña; no son suficientes para eliminar el olor a naftalina, a caspa y a fanatismo.