Las razones jurídicas que impiden a la Corte de Justicia de Salta inconstitucionalizar a la propia Constitución

  • El autor de este escrito reflexiona sobre la posibilidad jurídica de que uno de los poderes constituidos pueda modificar a su antojo el sentido y el alcance de la propia Constitución que le ha dado vida.
  • La reforma opaca de la Constitución de Salta
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Si hay algo más peligroso para las libertades púbicas ciudadanas que una reforma precipitada y facciosa de la Constitución provincial, hecha con debate público y por los cauces previstos en el Ordenamiento, esto es, sin dudas, la reforma calculada e igualmente facciosa de la misma Constitución, pero sin debate popular y eludiendo las vías previstas de antemano para su modificación.


Si para reformar la Constitución hace falta una gran movilización social, con elecciones, una asamblea especial y debates largos, complejos y profundos, ¿no parece un tanto sospechoso que alguien quiera hacer una reforma, en la penumbra y de espaldas al pueblo, que sea votada solo por siete señores que ocupan sillones judiciales de segunda línea?

Considero que por el momento es inútil, o quizá reiterativo, insistir en los argumentos filosóficos que con bastante rotundidad niegan que el principio de inamovilidad de los magistrados proteja incluso a aquellos que, al mismo tiempo de juzgar y dirimir las controversias, ejercen, sin controles democráticos de ninguna naturaleza, facultades netamente políticas, como por ejemplo el control de constitucionalidad o la regulación normativa de los procesos.

A lo que quisiera referirme ahora es a la posibilidad de que uno de los poderes constituidos pueda modificar a su antojo el sentido y el alcance de la propia Constitución que le ha dado vida, echando mano de un subterfugio argumental y dialéctico que, por su oportunismo y su endeblez, merecería ingresar a los anales del ridículo jurídico.

Lo que pretenden algunos sectores proclives a la eternización de los actuales jueces que componen la Corte de Justicia de Salta es declarar que la Constitución de esta Provincia, en su redacción actual, no es respetuosa de los principios que inspiran la Constitución del Estado argentino. ¡Menuda tarea!

La pregunta que debemos formularnos los salteños es muy sencilla: ¿pueden hacerlo?

La respuesta, desde luego no lo es tanto.

Hay dos preceptos de la Constitución de Salta que aparentemente amparan una respuesta positiva: 1) el artículo 151 que establece que «el Poder Judicial, para afirmar y mantener la inviolabilidad de su independencia orgánica y funcional, tiene todo el imperio necesario», y 2) el segundo apartado del artículo 153 de la misma Constitución que dice que la Corte de Justicia «es la intérprete final, en el ámbito provincial, de las constituciones de la Nación y de la Provincia».

Probablemente en base a alguna de estas dos normas, o quizá de las dos juntas, aquellos sectores pretenden que la Corte de Justicia (lógicamente no con su actual conformación, sino integrada por jueces de reemplazo, que hoy y también mañana son tributarios de un respeto reverencial hacia los jueces titulares) decida que el primer párrafo del artículo 156 de la Constitución, que establece que los jueces de la Corte duran seis años en sus funciones, pudiendo ser reelegidos nuevamente, repugna a la Constitución nacional.

Hasta aquí, todo de manual.

Pero la cosa deja de ser tan clara cuando advertimos -cualquiera puede hacerlo- que lo que se pretende con la acción de inconstitucionalidad interpuesta por colectivos contrarios a la temporalidad de los jueces de la Corte es borrar completamente una norma que ha sido instituida por la misma Constitución que da vida a los poderes que ejerce la Corte de Justicia.

Convendría no olvidar que la interpretación constitucional debe respetar los objetivos fundamentales del constitucionalismo, de modo que toda operación interpretativa necesariamente debe estar encaminada a expandir y potenciar los derechos y a reducir consecuentemente el ámbito de despliegue del poder. Es decir, que no hay interpretación posible para aumentar el poder (por ejemplo, eliminando los límites temporales impuestos a su ejercicio) y hacer retroceder los derechos fundamentales.

Bien es cierto que el Poder Judicial (todos los jueces, no solo la Corte) disponen de «todo el imperio necesario» para afirmar y mantener la inviolabilidad de su independencia orgánica y funcional, pero es al mismo tiempo lógico que este «imperio» tenga un límite. Ese límite lógico es el Poder Constituyente.

Es decir, que si los jueces, individual o colectivamente, tuvieran el poder de imponer su imperio fuera de los límites de la propia Constitución que lo autoriza, es que no necesitaríamos ninguna norma fundamental que nos rigiera. Bastaría con los úkases periódicos de un consejo de burócratas judiciales.

Si la Constitución dijera, por ejemplo, que el cielo es azul, la Corte de Justicia, en ejercicio de su poder de interpretación, no podría decir que es verde o de color distinto, porque sencillamente no está facultada para ello, como no lo estaría, por ejemplo, para decidir que los Gobernadores de la Provincia duran dieciséis años en el cargo, cuando la cláusula constitucional dice que duran cuatro.

En Derecho, la tarea de interpretar las normas es una operación intelectual encaminada a establecer con precisión el sentido o el alcance del lenguaje en que están redactadas las normas jurídicas (incluida, por supuesto la Constitución) y que tiene por fin último alcanzar unos determinados estándares compartidos de entendimiento, razonamiento y comprensión que facilite su correcta aplicación por los órganos encargados de ella.

De este principio fundamental se deriva otro que, con la misma intensidad, establece que cuando el texto de la norma es claro e inequívoco, no ha lugar a interpretación alguna, sino a la pura y simple aplicación del precepto en su literal dicción. Es decir, que normas como la del artículo 156 de la Constitución de Salta, en la medida que son precisas y claras, no admiten más que una única interpretación y obligan a desechar otras que pudieran distorsionarla o alterar su contenido.

Es muy diferente la tarea del intérprete constitucional cuando se trata de precisar, por ejemplo, el contenido esencial de un derecho fundamental (ámbito en el que la interpretación es imprescindible para asegurar la vigencia del derecho), que cuando nos enfrentamos a un precepto que hace parte del estatuto del poder y que establece claras limitaciones temporales a su ejercicio. El intérprete, en tal caso, debe abandonar cualquier tentación de activismo y convertirse en un mero constatador y aplicador.

En este aspecto, la doctrina ha considerado que en situaciones como esta se debe ponderar si la tarea del intérprete traería un beneficio o provocaría un perjuicio, especialmente cuando se acomete la interpretación de un texto que por su claridad o su univocidad y sencillez no plantea discordancia alguna entre las palabras empleadas por la norma y su significado final. Si el texto resulta claro -como es el caso del artículo 156 de la Constitución de Salta- el intérprete o juez debe abstenerse de más indagaciones.

Pero es que, además, en nuestro sistema constitucional, la Corte de Justicia solo puede ejercer de intérprete de la constitución cuando, por la vía de la acción correspondiente, un sujeto legitimado impugna la constitucionalidad de una clase de normas que ha sido minuciosamente tasada y limitada por la propia Constitución. Según el artículo 153, en su rol de intérprete constitucional en última instancia, la Corte de Justicia solo puede pronunciarse sobre la posible inconstitucionalidad de «leyes, decretos, ordenanzas, reglamentos o resoluciones que estatuyan sobre materias regidas por esta Constitución».

Desde luego, no puede juzgar la constitucionalidad de la propia Constitución, pues sería un contrasentido mayúsculo. Y mucho más, en este caso, en el que el marco constitucional de referencia, el que se considera infringido, no es el provincial sino el federal. No está demás recordar, por supuesto, que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ya se ha pronunciado (negativamente) sobre este tema, de modo que insistir ahora buscando el atajo de la interpretación local «en última instancia» es, cuanto menos, un reflejo de mal perdedor.

De aceptarse que la Corte de Justicia puede juzgar la constitucionalidad de la propia Constitución estaríamos admitiendo inmediatamente que sobre la norma fundamental existe un orden normativo superior, atemporal e imperecedero, instituido por un sujeto desconocido, allá en el topos uranos, donde el pueblo de la Provincia no puede llegar ni tiene nada que decir. Un orden que, de existir, se hallaría con toda seguridad fuera del alcance de las potestades «interpretativas» del más alto tribunal de justicia de la Provincia.

Es decir que lo que se apresta a hacer la Corte de Justicia de Salta es a renunciar a su deber de asegurar la supremacía de la Constitución de Salta, colocando por encima de ella sus propios intereses de coyuntura.

El argumento de que no será «esta» Corte, sino un «tribunal ad hoc» el que decidirá el tema es de los más peregrinos que he escuchado hasta el momento. Para empezar, en nuestro sistema constitucional no existen «tribunales ad hoc»; es decir, que si un tribunal ha de decidir esta cuestión, no será otro que la propia Corte de Justicia, pero con una composición diferente, forzada por la abstención de sus miembros titulares. Ahora bien, que si para una cuestión tan decisiva como esta, «da igual» que la Corte esté compuesta por jueces de primera, de segunda, de tercera o por abogados designados por sorteo o por descarte, ¿qué problema hay entonces para que los jueces de la Corte desempeñen su cargo por un tiempo limitado?

A los actuales señores jueces de la Corte de Justicia de Salta se les debe recordar que aunque están sentados sobre sus sillones tipo Chesterfield, como cualquier ser humano, se sientan sobre ellos con sus traseros.

Tenemos que recordarles que no son diferentes al resto de los mortales y que no es bueno pretender situarse en un plano superior, más allá del bien y del mal.

Alguien les debería decir que, más que un poder judicial, ejercen en Salta una autoridad judicial, cuyos niveles de burocratización se han disparado en las últimas décadas, y que la independencia de función y de juicio que reclaman en nombre de la separación de poderes se diluye sin remedio cuando los ciudadanos comprueban que, sea por soberbia, por cálculo o por ambas cosas a la vez, se les ha extraviado el «oráculo de MONTESQUIEU» (al decir de MADISON) y que, por su complicidad con el poder de los poderosos, desde hace rato vienen renunciado a servir como equilibrio y han conseguido que la nuestra deje de ser una balanced Constitution para convertirse en instrumento de la dominación de unos seres humanos sobre otros.

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