
El Gobierno español ha enviado ayer al President de Catalunya una comunicación formal en la que se le requiere para que proceda al cumplimiento de sus obligaciones constitucionales y legales y ponga fin a sus actuaciones «gravemente contrarias al interés general de España».
El requerimiento, de solo ocho líneas, ha puesto en marcha de este modo el mecanismo institucional previsto en el artículo 155 de la Constitución Española que, hasta ahora, el Gobierno central se había venido negando a aplicar y que reclamaba un sector de la oposición, así como muchas voces autorizadas, entre las que destaca la del expresidente Felipe González.
Si bien el Gobierno que preside Mariano Rajoy no descartó en ningún momento el empleo de todas las medidas legales a su alcance, la verdad es que hasta que no se produjo la comparecencia del Presidente ayer en el Congreso, ningún miembro del Ejecutivo parecía muy convencido de la conveniencia de recurrir a este artículo, que nunca ha sido aplicado en España. Y ello, por una razón bastante sencilla pero no demasiado visible: Son los independentistas catalanes los primeros interesados en que el gobierno central aplique el artículo 155.
Lo ven, en el fondo, como una oportunidad para reforzar el sentimiento independentista y, si acaso, para profundizar el victimismo en el que vienen cimentando su estrategia internacional y con el que mantienen aparentemente cohesionadas a las fuerzas secesionistas, que son, como se sabe, muy variopintas.
Pero no son solo motivos emocionales los que han convertido a los propios independentistas en los primeros partidarios del 155. Y es que su aplicación por parte del Gobierno de España es el pie que algunos esperan para erigir, de inmediato, instituciones catalanas verdaderamente independientes.
Sin entrar a valorar otras cuestiones, conviene recordar ahora la importancia política de la unidad del Estado, de cualquier Estado. Porque no es esta una cuestión patriótica o lírica que flota en el más allá, sino algo mucho más relevante y decisivo, para la convivencia y la prosperidad. En el caso particular del Estado español, porque su organización territorial no constituye un mero principio de funcionamiento sino la razón de su propia existencia. Y no desde la Constitución de 1978 sino desde mucho tiempo atrás.
A nadie se le escapa que la unidad del conjunto, la fusión de la diversidad, es lo que permite hablar precisamente de un Estado. Es esa unidad la que legitima a España para actuar, no solo en el ámbito interno -como es lógico suponer-, sino especialmente en el espacio internacional; es decir, en sus relaciones con otros estados.
Tampoco conviene olvidar que España es un Estado territorialmente descentralizado por decisión del soberano y no por imposición externa (como es el caso, por ejemplo, del federalismo alemán, diseñado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial), y que la unidad del Estado, aparte de ser innegociable, encuentra su soporte en un adecuado reparto de competencias entre los diferentes poderes territoriales, así como en la distribución racional de los espacios de decisión que le son propios a los diferentes gobiernos.
Y hay además un par de cosas que se encuentran en la base lógica de todo el sistema y que de una forma bastante clara contribuyen a ahuyentar toda idea de que el Gobierno español impone a Catalunya o a los catalanes una determinada forma política o desconoce sus particularidades nacionales: La primera de estas realidades es que cada parte del Estado compuesto debe ejercer las competencias que tiene asignadas con lealtad; lo que quiere decir que la actuación de sus poderes públicos no ha de tener en cuenta sus propios intereses, sino también los de las demás partes y, de manera muy particular, los del conjunto.
Aunque parezca un poco traído de los pelos, no está demás recordar aquí que cuando los candidatos a legisladores nacionales por la Provincia de Salta intentan presentarse a la sociedad como supremos defensores de los intereses locales y fieles procuradores de los salteños, lo que hacen, en el fondo, es poner de manifiesto una profunda deslealtad para con el Estado nacional, que es uno y que debe ser solo uno.
Este principio, que se denomina de «lealtad federal» (Bundestreue, en la terminología alemana), no aparece formulado, por lo general, en términos expresos, sino que se desprende de la propia lógica que organiza el sistema y se refuerza continuamente por las decisiones de los tribunales constitucionales de la mayoría de los países federales, que lo consideran un principio vital para la existencia y funcionamiento de los estados.
Pero este principio general sería completamente inútil, si el Estado federal, o el estado territorialmente descentralizado (como es el caso de España), careciera al mismo tiempo de instrumentos concretos y efectivos para reconducir aquellas situaciones en las que una de las partes quiebra la lealtad debida a la unidad del Estado. Es decir que, frente a las eventuales acciones u omisiones incumplidoras de obligaciones constitucionales o legales llevadas a cabo por alguna de las partes integrantes de ese Estado, existe la llamada «compulsión» o «coerción» federal (Bundeszwang, en la terminología germana).
En la Argentina, la Bundeszwang está prevista en los artículos 75.31 y 99.20 de la Constitución Nacional, que establecen la posibilidad de que el poder federal intervenga, total o parcialmente, las instituciones de cualquiera de las provincias federadas. De algún modo también, la Bundestreue surge de la declaración contenida en el artículo 128 CN que expresa que «Los gobernadores de provincia son agentes naturales del Gobierno federal», pero no a título de meros representantes, sino con un cometido muy concreto: el de «hacer cumplir la Constitución y las leyes de la Nación».
En Austria (Estado federal) y en Italia (Estado descentralizado) la Bundeszwang está prevista en los artículos 100.1 y 126 de sus respectivas constituciones.
Desde este punto de vista, la coerción federal constituye un mecanismo de reacción en manos del Estado central cuya utilidad final es la de garantizar, mediante el empleo de la fuerza (no necesariamente violencia física), la subsistencia del Estado mismo. Una fuerza que, en los casos español y alemán, puede cubrir un rango amplísimo de medidas, que superan en cualquier caso la mera ejecutividad de las decisiones judiciales.
Diferente es el caso de Austria y de Italia, países en donde la coerción asume una sola forma: la de disolución de las dietas o consejos regionales por decisión del Consejo Federal o del Presidente de la República, en uno y otro caso.
La suspensión de la autonomía
Para empezar a perderle el miedo al artículo 155 de la Constitución Española convendría reconocer que su empleo no significa automáticamente una derogación de la autonomía catalana, como algunas personas han dicho estos días.En el imaginario argentino, y en buena parte del español también, el artículo en cuestión aparece a primera vista relacionado con la posibilidad de que la Brigada Acorazada de El Goloso (a 18 kilómetros de Madrid) entre en la sede del Parlamento de Catalunya como elefante en un bazar. Es verdad que a muchos -especialmente a los independentistas- les gustaría ver esta imagen en las televisiones del mundo, pero la verdad es que no se producirá.
Lo cierto es que la activación del 155, una vez que el Senado español autorice al Gobierno a emplearlo, habilitará al Estado central a adoptar las medidas que sean necesarias para asegurar el cumplimiento forzoso de la legalidad preterida y de las obligaciones constitucionales. La Constitución no especifica en ningún caso el tipo de medidas que se pueda aplicar.
Pero cualesquiera que estas medidas sean, sería absurdo pensar, antes y después de la aplicación de la coerción, que el apartamiento de la Ley no va a acarrear consecuencias para quien lo realiza. Quienes han llegado a este punto de desafío a la unidad del Estado y la vigencia del Estado de Derecho deben estar de sobra preparados para soportar las consecuencias de su actuación; las positivas, pero desde luego también las negativas.
Tantas veces se ha empleado en la Argentina la Bundeszwang que a nadie ya asusta. No conoce nuestra historia a una provincia que haya opuesto resistencia armada -al menos seria- a una intervención federal. Más tarde o más temprano la plena autonomía provincial ha sido restituida, de modo que el remedio federal, al menos desde la pura experiencia empírica, nunca ha funcionado en la práctica como una trituradora del autogobierno.
Incluso más: Los argentinos han soportado intervenciones federales por pretextos tan banales como el no barrer las calles. ¿Qué razones impedirían entonces aplicar medidas proporcionadas, bastante menos contundentes que el allanamiento total de la autonomía, para restituir la vigencia del orden constitucional frente a una amenaza tan grave para los intereses generales del país como la declaración unilateral de independencia de una parte de su territorio?
El Gobierno español -cuya fortaleza no se cimenta, como antaño, en la omnipresencia del victorioso ejército del bando nacional, sino en argumentos moralmente mucho más convincentes- tiene todos los medios a su alcance para conseguir las dos cosas: restituir el imperio de la Ley y, al mismo tiempo, evitar la victimización de la autonomía rebelde. Y se ve que está dispuesto a usarlos.
El rol del Senado
Si la eventual aplicación del artículo 155 de la Constitución Española todavía genera dudas y temores, es solo por dos motivos: 1) por la incertidumbre sobre la reacción de las autoridades de la Generalitat de Catalunya a un gesto firme del Gobierno español, y, en menor medida, 2) por la especial configuración y el rol institucional del Senado español.Nadie olvida aquí que, para redactar el artículo 155, el constituyente de 1978 se inspiró en el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn, que establece la intervención preceptiva del Bundesrat en el proceso de coerción federal. Pero mientras aquel es una verdadera cámara de representación territorial, el Senado español, como es notorio, dista mucho de serlo, aunque lo diga de modo más o menos enfático el artículo 69.1 de la Constitución.
En definitiva, que si el Gobierno decide utilizar la coerción política para reconducir la situación en Catalunya, será el Ejecutivo el que proponga las medidas, pero será el Senado el que deba decidir si tales medidas se aplican o no, y en qué extensión.
Así se desprende del artículo 189 del Reglamento del Senado, que prevé que el Gobierno presente al presidente de la Cámara tres instrumentos: 1) una memoria en la que manifieste el contenido y alcance de las medidas propuestas; 2) la justificación de haber cursado el requerimiento al presidente de la Comunidad Autónoma y 3) la justificación de su incumplimiento.
Hecho esto, la Mesa del Senado debe remitir el escrito y los documentos anejos a la Comisión General de las Comunidades Autónomas, o bien proceder a constituir una comisión conjunta, en caso de que estimase que existen dos o más comisiones competentes por razón de la materia.
Cualquiera que sea en definitiva la comisión que se haga cargo del asunto, el Senado, a través del presidente de la Cámara, dirigirá un requerimiento al presidente de la Comunidad Autónoma de que se trate, para que en el plazo que se fije a tales efectos remita cuantos antecedentes, datos y alegaciones considere pertinentes.
Una vez reunida la información, la comisión del Senado formulará propuesta razonada sobre si procede o no la aprobación solicitada por el Gobierno, pudiendo en todo caso someter las medidas decididas por el Ejecutivo a condicionamientos o modificarlas.
La propuesta de la comisión debe ser votada por el pleno de la Cámara y para su aprobación se requiere mayoría absoluta.
Conclusión
La activación por parte del Gobierno español del artículo 155 de la Constitución entraña, sin dudas, riesgos para quien adopta la decisión de emplear la coerción. Nadie, sin embargo, entendería que, por miedo a la impopularidad, al rechazo o al qué dirán internacional, el Gobierno renunciase a este mecanismo constitucional, especialmente en el caso de que la amenaza secesionista adquiera tintes de extrema gravedad.Si, como sostiene Felipe González, se debió aplicar este artículo cuando el Parlament de Catalunya aprobó la ley del referéndum y la llamada ley de transitoriedad (esto es, tras las jornadas del 6 y 7 de septiembre), con más razón es necesario aplicarlo ahora, pero no como reacción a la calculadamente ambigua declaración del presidente Carles Puigdemont en el pleno del martes pasado, sino por el tenor del documento que pocas horas después de su discurso ante la cámara catalana firmaron 72 parlamentarios, incluida la izquierda antisistema. Esta declaración supone, sin dudas, que el independentismo ha pasado al acto y es evidente que los fiscales primero y el Gobierno después han tomado buena nota de sus términos.
Tras los acontecimientos del domingo 1 de octubre y especialmente tras el rechazo de Europa al empleo de la coerción física, seguramente el Gobierno español se cuidará y mucho de adoptar medidas que puedan poner en entredicho la legitimidad democrática de sus decisiones o su buena imagen internacional; aunque un buen número de independentistas (que no son todos, por supuesto) espera con ansiedad contenida que vuelvan las cargas policiales.
Todo indica que ello no sucederá y que la vía del 155 -necesaria a estas alturas- será incuestionable, porque detrás de ella no solo está el Gobierno del Partido Popular, sino ahora también el PSOE y Ciudadanos; es decir, más de tres cuartos del espectro político español.