
Desde entonces han pasado 12 Mundiales, sin que haya habido uno -incluido el de México 70, al que Argentina no consiguió clasificar- que no haya pasado por mis retinas y dejado una huella profunda en mi ánimo y en mi memoria.
Fácil es calcular que, a pesar de la experiencia acumulada, con 56 años sobre las espaldas, las emociones que genera un Mundial ya no son tan fáciles de sobrellevar como antes. No lo serían aun en el supuesto de que viviéramos rodeados de hinchas devotos del equipo nacional y en una ciudad pintada de azul celeste y blanco hasta en el más insignificante de sus rincones.
Pero sin dudas aquellas emociones -entre las que se incluyen la alegría, la angustia, la incertidumbre, la tensión y el desasosiego- son mucho más difíciles de moderar cuando el entorno no nos es de ningún modo favorable; es decir, cuando la mirada del vecino no nos trasmite esa complicidad sobreentendida y el deseo compartido de ganar el partido, cuando advertimos que la mayoría de quienes nos rodean desean incluso que nuestra Selección claudique y, a ser posible, que se retire humillada del torneo.
No son épocas para derrochar ánimo precisamente. Por eso he buscado en este 2014 algo capaz de generar una especie de energía interior que pudiera ayudarme a pasar el mal trago del partido. Porque si los jugadores necesitan una fuerza extraordinaria para afrontar cada encuentro, también los hinchas la necesitan, aunque a ellos no les corresponda dejarse la piel dentro del campo de juego.
Desde el partido contra Bosnia y Herzegovina hasta la final con Alemania, un servidor ha encontrado este desahogo en la Marcha de Sacco y Vanzetti, una composición musical del genial Ennio Morricone que popularizó Joan Báez bajo el nombre de «Here's to You», a partir de la película Sacco e Vanzetti, realizada en 1971 por el director italiano Giuliano Montaldo.
Aquel 14 de junio decidí grabar esta pieza, y como la letra solo consta de una estrofa, se me ocurrió hacer lo mismo que Daliah Lavi, la cantante israelí, que cantó la canción en tres idiomas, entre los que no figuraban el italiano y español, que yo agregué por mi cuenta y riesgo en mi versión casera.
Y así, hasta la final, seguí cantando la canción entre cinco y diez veces antes de cada partido. Cada vez con más fuerza, con más intensidad y con más convicción ( «...that agony is your triumph», repetí decenas de veces). Más que para llamar a la suerte, para intentar encontrarle un sentido al esfuerzo, a la entrega y a la ilusión, no ya las de los jugadores -que fueron extraordinarias- sino las mías propias que, como en aquel lejano Mundial de 1966, fueron tan intensas y tan puras como las que solo pueden caber en el corazón de un niño de 8 años.