La deconstrucción del Poder Ejecutivo

  • El martes 4 de mayo, la Corte Suprema asestó un nuevo golpe a la maltrecha autoridad del Presidente, cuando caracterizó como inconstitucional un decreto de necesidad y urgencia suscripto veinte días antes por Alberto Fernández y zanjó de ese modo la pulseada político-jurídica entre la Casa Rosada y el gobierno porteño.
  • Panorama semanal


El derecho y el revés

La Corte no se centró en la disputa sobre la presencialidad en las escuelas del AMBA, sino en el reconocimiento de una autonomía amplia de la Ciudad de Buenos Aires “con todas las facultades propias de legislación interna similares a las que gozan las provincias argentinas”. De ese principio - “que en nada pone en duda las potestades del gobierno nacional para tomar medidas de alcance general y uniforme con la finalidad de combatir la pandemia”- se deduce la legitimidad de la Ciudad para regular la educación en su distrito. Horacio Rodríguez Larreta, ejerciendo la moderación, se quedó con dos banderas preciadas para su construcción política: autonomía y defensa de la educación. A Fernández, el fallo le recordó que debe cumplir sus objetivos en el marco de la Constitución, ya que la emergencia “no es una franquicia para ignorar el derecho vigente”.


En cualquier caso, el que sufrió en el terreno del derecho no sería el único ni el principal revés que Fernández padeció en los últimos tiempos: al fin de cuentas, una decisión judicial puede por naturaleza ser favorable o desfavorable; perder en ese ámbito institucional está dentro de lo posible. Si judicializar las decisiones es ya una derrota de la política, alzarse contra las sentencias es una calamidad. La derrota no es buena, pero quien sabe asimilar el impacto negativo obtiene al menos el premio consuelo de saber perder en buena ley, un mérito que suaviza un poco el golpe. El Presidente no tuvo en cuenta esto: su reacción destemplada agravó los efectos de la caída judicial.

De Losardo a Guzmán

Pero es todavía más embarazoso para el Presidente que un funcionario de cuarto o quinto rango -un subsecretario- desafíe sin consecuencias instantáneas una decisión de sus dos jefes inmediatos (un secretario de estado y un ministro) que había sido avalada por él mismo y por su jefe de gabinete. Ese episodio ha expuesto una falta de reacción inquietante, mezcla de desconcierto y debilidad, una vacilación tambaleante, que simultáneamente representa y agudiza el declive de la autoridad.

En octubre del último año, la señora de Kirchner escribió una resonante carta en la que afirmaba: “Si algo tengo claro es que el sistema de decisión en el Poder Ejecutivo hace imposible que no sea el Presidente el que tome las decisiones de gobierno. Es el que saca, pone o mantiene funcionarios. Es el que fija las políticas públicas”. Una semana atrás, cuando el intermezzo del subsecretario Federico Basualdo, que parece refutar aquella afirmación de la vicepresidenta, recién empezaba a desarrollarse, escribíamos en esta columna: “La autoridad que no se ejerce, se pierde”.

Hace casi dos meses, el Presidente perdió a su ministra de Justicia -su amiga Marcela Losardo-, que se sintió abrumada y mal defendida ante las presiones ejercidas sobre ella por el ala jacobina del oficialismo. Ahora, la ambigüedad de Fernández en el episodio Basualdo puso sobre el tapete la posibilidad de perder -por motivos análogos- al ministro de Economía. En principio, aunque acompaña la semana la tournée de Fernández por Europa, Guzmán ha sido devaluado por dos evidencias: su poder no alcanza para desplazar a un subordinado y el respaldo que recibe del Presidente es extremadamente tornadizo.

La primera clave de este conflicto se encontraba en la actualización de las tarifas eléctricas, es decir -visto desde otra perspectiva- la reducción de los subsidios al consumo de electricidad que constituyen una fuente significativa del déficit del Estado (y una causa de inflación, ya que, sin vías genuinas de financiamiento, éste las cubre con emisión). Las metas fiscales que el ministro se fijó para este presupuesto contemplan un achicamiento de los subsidios y -consecuentemente- que las porciones del consumo que ahora financia el Estado vuelvan paulatinamente a ser sufragadas por los consumidores.

Guzmán ha planteado la necesidad de que los aumentos tarifarios sean más realistas a dos puntas: que atiendan las necesidad de operación de las empresas y que no asfixien a los usuarios. En este sentido el ministro propuso que la tasa de incremento que perciban las empresas no recaiga de modo parejo sobre todos los usuarios, sino que los aumentos sean segmentados. “Los subsidios eléctricos actuales están hechos para ricos”, contraatacó el ministro a sus oponentes, en medio de su debilitamiento.

El ministro encontró resistencias para aplicar esa política en un sector de sus subordinados liderado por el subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo -un sociólogo que llegó a esas funciones en virtud de su pedigree kirchnerista- que se ha opuesto a convalidar aumentos a la facturación eléctrica “porque las empresas ya ganaron muchísimo con Macri”. Guzmán no sólo cuestionó la desobediencia ideológica de Basualdo, sino su negligencia práctica: no habría elaborado los estudios para aplicar la segmentación tanto de aumentos como de subsidios.

El jaque del peón

Fue en esas condiciones que el ministro propuso al jefe de gabinete y al Presidente reemplazar a Basualdo y avanzar en el primer aumento tarifario del año (un 9 por ciento). El aumento salió (aunque los jacobinos no lo definen como “primero”, sino como “único”) , pero la remoción de Basualdo se empantanó pese a la aprobación de Fernández y de Santiago Cafiero. Desde el sector que respalda a Basualdo se negó tanto el alejamiento del funcionario como que se le hubiera pedido la renuncia). El ministro no habría tomado en cuenta que echar a un subsecretario ultrakirchnerista requiere el cumplimiento de protocolos excepcionales, cuya influencia emana del poder interno que conserva la señora de Kirchner en la coalición oficialista. Que el Presidente se vea forzado a acatar o admitir esos protocolos y esos desmentidos es un síntoma por demás significativo.

Si la convalidación del “primer aumento” tarifario propuesto por Guzmán pareció indicar que el Presidente había decidido sostener la postura de su ministro, la permanencia en su cargo del resistente Basualdo lo pone seriamente en duda. Especialmente en el contexto de un alineamiento paulatino tras el discurso del kirchnerismo jacobino que inspira la vicepresidenta, expuesto en la reacción de la Casa Rosada frente al fallo de la Corte.

El episodio Basualdo ofreció al gobierno una oportunidad para afirmar un programa (o, al menos, un rumbo) ligado a la reinserción en el mundo: aferrarse a la búsqueda de los objetivos que Guzmán planteó para equilibrar paulatinamente el desorden de las cuentas argentinas. Así sea tímidamente, esos objetivos sostienen la expectativa de un acuerdo con el FMI y con los organismos de crédito, una condición para que la economía, más allá del rebote que se diagnostica para este año, pueda mantenerse lejos de la terapia intensiva.

La vacilación, la demora y la reticencia en tomar una decisión, debilita simultáneamente a Fernández y a su ministro, aunque pueda señalarse que la gira junto a Guzmán es un signo de resiliencia de ambos. El FMI fue más elocuente: "Estamos muy comprometidos en esas discusiones con el ministro Guzmán. Es nuestra contraparte en esas discusiones" -declaró el jueves último el vocero del Fondo, Gerry Rice- "Estamos completamente comprometidos con él en este momento".

Tolerar la resistencia de los jacobinos, mantener sin un apoyo más elocuente la posición de Guzmán -puente hacia el FMI, es decir hacia una política de conexión con la economía mundial- reduce aún más las bases de sustentación del Presidente y con ello, su autoridad política y las condiciones de la gobernabilidad se deconstruyen.