
Todavía a principios de septiembre ocurrió la revuelta de la principal fuerza en armas del país: la policía de la provincia de Buenos Aires, que llegó a rodear la residencia del Presidente y también la del gobernador bonaerense, Axel Kicillof.
El motín fue desactivado merced a un anuncio de aumento salarial que la provincia pudo concretar con la ayuda del Estado central; para financiarla, éste aplicó un recorte de más de un punto a la coparticipación impositiva que hasta allí recibía la Ciudad de Buenos Aires (un monto que, para lo que queda de 2020, llega a unos 9 mil millones de pesos, pero el año próximo trepará casi a 45.000 millones). Esta medida del Presidente provocó una tensión con el gobierno porteño, con el que venía mostrando una dinámica colaborativa que no sólo era bien valorada por la opinión pública, sino que también le extendía a Fernández su campo de sustentación.
Aunque la medida de fuerza policial fue contenida en la provincia, la autoridad del Estado quedó vapuleada. El gobierno cedió ante una medida de fuerza y Kicillof tuvo que llegar, incluso, a compromisos en cuanto a no sancionar al personal que participó en protestas de notable gravedad, que incluyeron el cerco y el hostigamiento de las residencias del gobernador y del Presidente. La revuelta resintió la cadena de mandos.
Paralelo al amotinamiento de los policías y al sablazo al presupuesto porteño, creció un movimiento de ocupación de tierras tanto en el Gran Buenos Aires como en otros lugares del país (en la Patagonia, conectado a actos de violencia y a reivindicaciones aborígenes), mientras en las grandes ciudades (y en algunas de menor porte) se producían movilizaciones de clase media, más resonantes que numerosas pero intensamente opositoras.
A renglón seguido, Fernández tuvo que afrontar otro tipo de asedio: el de la demanda de dólares, que ha consumido paulatinamente las magras reservas del Banco Central. Después de un ardoroso (y moroso) debate intestino en el Ejecutivo, el Banco Central de la República Argentina decidió reforzar el cepo a la compra de dólares (reinstalado desde tiempos de Mauricio Macri), encareciendo la compra del llamado dólar ahorro y empujando a las empresas privadas a refinanciar en el exterior el 60 por ciento de su deuda en divisas.
Se trató de una reacción intranquila. Y reaccionar equivale a haber perdido la iniciativa. El propio ministro de Economía había diagnosticado que esa medida sólo podía servir para “aguantar (la escasez de dólares en las reservas hasta que lleguen dólares “genuinos” -del campo- o prestados (para lo que hay que conversar amablemente con el FMI). El cepo -el “aguante”- se transformaba en el símbolo de un gobierno a la defensiva.
Ese aguante tuvo un costo político, pero no pudo impedir que las reservas siguieran encogiendo. En los últimos días el ministro Guzmán ha impulsado medidas que buscan, en lugar de cerrar las puertas para que los dólares no se vayan, abrirlas un tanto, con una reducción de retenciones a los exportadores de alimentos elaborados, para permitir que entren.
Es una corrección, pero la seguidilla de dudas, retrocesos y avances alimenta la desconfianza. Según los estudios demoscópicos, el gobierno de Fernández y el propio Presidente atraviesan en las últimas semanas una etapa de decaimiento ante la opinión pública. Por primera vez Fernández recibe más opiniones negativas que positivas y eso no parece deberse exclusivamente a que las cifras del Covid19 se hayan disparado en las últimas semanas: el declive había empezado a notarse a partir de la precipitada iniciativa destinada a expropiar la empresa Vicentín, y se incrementó con las medidas de endurecimiento del cepo al dólar y con las iniciativas relacionadas con la Justicia, que últimamente insinúan la perspectiva de un eventual conflicto de poderes.
En un contexto de volatilidad social, la autoridad del Presidente decae principalmente cuando la sociedad percibe que es sobrepasado por ciertas iniciativas de su vice (o de sectores que la asumen como referente principal). No se trata sólo de decisiones que -con veracidad o no- se le atribuyen más bien a la señora de Kirchner que a la Casa Rosada, sino también a la falta de decisiones.
El gobierno comenzó a manifestar una agudización de cortocircuitos internos, a padecer repetidas perturbaciones en su brújula, a aislarse y, consecuentemente, a evidenciar una debilidad que se agrava por la pérdida de alianzas posibles y se proyecta sobre el futuro electoral y sobre el horizonte de la gobernabilidad. En esa dialéctica, la figura presidencial se desdibuja mientras crece la de su gran electora, la vicepresidente, que ante el espacio desierto y por mero efecto gravitatorio establece sus preocupaciones y afanes como prioridades.
La evidencia de un fortalecimiento interno del sector que se referencia en Cristina Kirchner señala, en rigor, un retroceso del conjunto político del que ella, el Presidente, Massa y los gobernadores peronistas forman parte. No se trata de un mero retroceso al mismo paisaje que en su momento determinó el paso atrás de la señora de Kirchner (ante la convicción del peronismo de que una candidatura de ella equivalía a una derrota); es más complicado que eso, porque ahora se agrega un desgaste y una decepción ante la esperanza (o la ilusión) que no terminó de concretarse.
La señora de Kirchner ha demostrado tener más peso electoral que Fernández, pero no disfruta de suficiente legitimidad política para ejercer la autoridad, ni de peso político para volver a la presidencia o siquiera para poder ser candidata ella misma. Esto lo supo comprender un año atrás.
Con el Frente de Todos en el gobierno, la señora de Kirchner puede tener fuerza para imponer internamente algunas líneas de acción sobre temas importantes, pero en general esas líneas (el caso Vicentín no es el único ejemplo) han conducido al oficialismo a callejones sin salida, a retrocesos o a operaciones políticas de alto costo. Las dificultades que en estos días se han generado con la Corte Suprema - cuerpo al que el círculo próximo a la vice ha decidido declararle la guerra abierta - son otro frente de problemas que debilitan al gobierno de Fernández.
El mayor poder relativo de la vicepresidenta, ejercido en algunas cuestiones, desgasta al conjunto del que ella misma forma parte, perjudica al Presidente, aleja aliados parlamentarios, enciende luces de inquietud entre gobernadores. Un proyecto que consistiera en convertir al Presidente de la Nación en una mera correa de transmisión de políticas hegemónicas conducidas desde otro espacio - la vicepresidencia, por caso- no pasaría la prueba de la gobernabilidad.
En un país presidencialista, el decaimiento del poder del Jefe de Estado consume un punto de referencia esencial, un eje organizador de la sociedad. Cuando ese poder se aísla o se debilita, empiezan a emerger múltiples desafíos a sus decisiones, tironeos o señales crecientes de disgregación. Y aún los sectores predispuestos a la convergencia, si ese eje pierde gravitación, vacilan o son temporariamente atraídos por otros magnetismos.
A la seguidilla de cuestiones críticas enmarcadas en la parálisis productiva y en los efectos de la pandemia hay que sumar las cifras reveladas en estos días por el INDEC: en el último año la pobreza subió cinco puntos y medio y en el primer semestre del 2020 cuatro de cada diez argentinos se encontraban en esa categoría y de ellos, uno de cada cuatro estaba hundido por debajo de la línea de indigencia.
Esta situación social erosiona las bases del oficialismo, pues golpea especialmente a los sectores que constituyen el grueso de su electorado. Atemperar los efectos de una economía parada exige al Estado esfuerzos financieros cada vez más insostenibles. El paisaje, suficientemente dramático en sí mismo, llena de inquietud a los cuadros políticos también por los problemas electorales que anticipan en los comicios de medio término del año próximo.
Las encuestas radiografían también en el conurbano la pendiente por la que desciende la imagen del Presidente y muestran que inclusive allí trepa la de un dirigente opositor (moderado) como Horacio Rodríguez Larreta. En cuanto a la clase media, donde el octubre pasado Alberto Fernández cosechó no pocos votos, lo que muestran los estudios es pesimismo sobre el futuro e irritación ante el presente.
Los cuadros del peronismo sospechan que para corregir ese cuadro se necesitan claras señales de autoridad del Presidente, que reconstruyan las expectativas que imperaban en la sociedad a principios de año. Las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, por la naturaleza de las reformas que esas negociaciones requerirán, van a hacer necesaria una base de sustentación más amplia que la que puede ofrecer la perspectiva de un ideologismo anacrónico y faccioso.
Se va a necesitar, por ejemplo, mantener una relación sensata con Estados Unidos, principal accionista y principal influencer de la entidad. Como lo señaló el presidente del Banco Central, Miguel Pesce ante el Consejo de las Américas: “Tenemos que hacer todo lo que podamos para mejorar la relación con Estados Unidos. A veces tenemos puntos de conflicto, pero tenemos que buscar los puntos de coincidencia”.
Se va a necesitar también que un arco más amplio que el oficialismo sostenga la negociación y las reformas que se acuerden. Se requerirá que haya muestras claras de que lo que se acuerde se cumplirá. Se necesitará que la autoridad del Presidente esté bien asentada.
En ese complejo contexto, hay que ubicar la decisión del sindicalismo y de un amplio espectro del peronismo que abreva en fuentes diferentes de las del kirchnerismo, de promover un mayor protagonismo y una mayor autonomía del Presidente. Algunos dirigentes le han insinuado a Fernández la necesidad de que mueva algunas piezas del gabinete para darle mayor dinamismo al gobierno. Y que ponga en marcha ideas que expuso al iniciar su mandato y luego -por la pandemia o por otras razones-quedaron postergadas. Por ejemplo, el Consejo Económico Social y el lanzamiento explícito de un programa productivo.
En función de esas metas -y con la expectativa de que crezca el don de mando presidencial- se organiza un gran acto por vía telemática para el Día de la Lealtad, en el que Fernández sería el orador principal ante una plaza virtual de (esperan) cientos de miles de participantes unidos a través de internet y reunidos por medio de aplicaciones creativas.
Concebido como una forma alternativa de “ganar la calle” frente al desafío de los banderazos, la movilización internética busca que el oficialismo recupere la iniciativa frente a la oposición y, simultáneamente, que ese repechaje lo lideren el Presidente y el peronismo (no la vicepresidenta y sus falanges). Como frutilla del postre, esperan que Fernández, que razonablemente se ha negado a encabezar (o a que siquiera se organice) una fracción albertista, acepte ser presidente del Partido Justicialista.
Todo muy bien intencionado, aunque conviene recordar que hace falta más que una titularidad. El peronismo tuvo muchas autoridades. Por ejemplo, el propio Perón; y también el contralmirante Alberto Teisaire. El hábito no hace al monje. El movimiento se demuestra andando.
Para alejar los riesgos simétricos de un hegemonismo anacrónico (y en los hechos inviable) y la disgregación, la situación reclama que se consolide el vértice del poder legítimo sostenido en consensos, inserción internacional y un programa de estabilidad y crecimiento para salir de la parálisis, en las condiciones de un mundo que emerge de la pandemia con mayor pujanza que la que auguraban los vaticinadores, con enorne liquidez y con excelentes precios para nuestras principales exportaciones.
Hay que recuperar la brújula.