
¿Hay algo verdaderamente novedoso en el torbellino que en los últimos días se observa en el seno del oficialismo? El ejercicio de respuesta puede comenzar excluyendo elementos.
La insensibilidad sobre el efecto de los aumentos tarifarios no es una primicia. Dos años atrás el gobierno debió asimilar una extensa reacción nacional cuando empezó a desarrollar su política de retiro de subsidios a servicios públicos que, merced a ese recurso, mantuvieron deprimidos sus precios al consumidor durante el periodo kirchnerista.
Tampoco es la primera vez que el gobierno sufre una caída pronunciada en la opinión pública. Aunque esta vez el fenómeno parece más hondo y sostenido (y ocurre pocos meses después de una festejada victoria electoral), un año atrás la atmósfera social también estaba signada por un disgusto creciente que, sin embargo, se disipó a la hora del voto. Lo distinto, en este caso, reside en que ya no es Cristina Kirchner el centro de la oposición política, sino ese peronismo que el propio gobierno definió como “racional” y que lo ayudó a sacar leyes durante dos años.
Menos novedad aun es que el gobierno incumpla sus propios objetivos en relación con la inflación: en este aspecto, desde el inicio de la gestión, los segundos semestres desmienten las promesas y anuncios de los primeros seis meses.
Puede alegarse que, en cualquier caso, si bien las metas no se verifican, la inflación viene efectivamente bajando. Cierto. Pero junto a esa constatación habría que ubicar otras: por ejemplo, que la imprecisión y el incumplimiento de los pronósticos erosionan la credibilidad del gobierno (hoy, hasta economistas muy vinculados al oficialismo ponen en duda no ya la primera meta oficial, sino también la que fue producto de una corrección; el público, entretanto, refleja su escepticismo en las encuestas cuando un porcentaje mayoritario opina que el gobierno no sabe cómo contener la epidemia inflacionaria).
Además, el gobierno está pagando otro precio por la desconfianza que (sumado a aquellas imprecisiones, desvíos e incumplimientos) genera los virajes a los que se ha visto sometido el Banco Central a partir del 28 de diciembre pasado, cuando fue impulsado desde la Casa Rosada no sólo a cambiar la pauta inflacionaria, sino a dejar de lado los instrumentos y criterios que había presentado como emblemas de su independencia y su gestión.
Que en los últimos días el Central haya optado primero por desprenderse de una porción no despreciable de reservas para regular el valor del dólar y de sobrepique,a renglón seguido, haya vuelto con mucho vigor a la política de tasas altas proyecta señales de perplejidad (y de tensiones internas) que los sensibles radares de los inversores potenciales sin duda registran.
La procesión va por dentro
Lo que sí parece original de este momento - y se recorta más visiblemente- es que la situación crítica se expresa en el seno de la coalición oficialista y -más significativo todavía- en el vértice ampliado del Pro.La Unión Cívica Radical y la fuerza de Elisa Carrió aparecieron esta vez como voces críticas que apuntaron contra la “insensibilidad” tarifaria del gobierno. Por supuesto, la oposición peronista tanto como el kirchnerismo y la izquierda objetaron los nuevos incrementos en los servicios públicos, pero la queja articulada por Carrió y los radicales habilitó en la práctica un tono más fuerte de los cuestionamientos opositores que, por más dispuestos a “no poner palos en la rueda” que estuvieran, no iban a mostrarse más prudentes que socios de la coalición oficialista ni a regalarles a éstos la vidriera de la queja contra los aumentos.
Por más que, en definitiva, el radicalismo y la Coalición Cívica de Carrió decidieron aceptar los incrementos y se conformaron con permitir que se financien en cuotas (llamaron a eso “aplanar” las tarifas), ya habían abierto la tranquera para que la crítica se difundiera en el electorado de Cambiemos. Pese a ello, Mauricio Macri no quiso ceder y decidió mantener contra viento y marea la intransigencia tarifaria. Viajó a Vaca Muerta para subrayar desde ese lugar su apuesta y dejó así claro que no debe culparse por ella al ministro de Energía, Juan José Aranguren.
Antes de dar ese paso, Macri ya había decidido facilitar una depuración en el vértice del Pro, al no hacer esfuerzo por retener a Emilio Monzó, cabeza de la Cámara de Diputados y referente del “ala política” de ese partido, que anunció su alejamiento de estas funciones cuando concluya el mandato presidencial, el año próximo.
La sangría que representa ese apartamiento (y la previsible cadena de consecuencias partidarias), así como las presiones desatadas sobre el Banco Central, parecen delinear una tendencia a la concentración de poder en el llamado “núcleo duro” del gobierno y el Pro. El centro no premia a los librepensadores.
Si el radicalismo y Carrió vienen alentando una mayor participación en la toma de decisiones y el paso de Cambiemos del rango de coalición parlamentario-electoral al de coalición política y de gobierno, una lectura fina de los movimientos en el seno del Pro les indicaría que el Presidente hoy camina en otro sentido.
Esa tendencia a la concentración no es incoherente con la tenaz resistencia a ampliar la apoyatura política que el núcleo duro del Pro ha exhibido desde antes de la elección que llevó a Macri a Balcarce 50. En aquellas primeras instancias se expresó en la negativa a negociar un acuerdo electoral con los renovadores de Sergio Massa. Considerando que la victoria en el ballotage era un argumento en favor de esa intransigencia, el propio Macri aclaró antes de asumir que su presidencia no sería “deliberativa” y que él no sería la cabeza de un gobierno de coalición.
Los dilemas de la intransigencia
Lo que entonces parecía la semilla de un decisionismo ejecutivo (que por cierto no es ajeno a la genética argentina) revela quizás algunas convicciones del núcleo duro del Pro que las instancias críticas someten a prueba.Una de esas creencias es que el país - no a pesar de, sino precisamente por el aislamiento que indujo el modelo kirchnerista, por el atraso relativo de su infraestructura y el bajo costo de sus activos- es una tentación potencial para los inversores y está en condiciones de iniciar un ciclo largo de desarrollo y buenos negocios si se ajustan algunas tuercas.
Otra convicción, no menos concluyente, es que para impulsar ese proceso se necesita una conducción concentrada, flexible en los modos pero estricta en el cumplimiento de sus objetivos.
Esa línea de pensamiento ingresa en zona dilemática cuando la concentración pone en peligro la gobernabilidad o cuando la rigidez programática encuentra resistencias sociales fuertes. El kirchnerismo se internó en esa zona, por ejemplo, cuando insistió con la Resolución 125: desató un conflicto con el campo que no tardó en generalizarse, le provocó retroceso político y, a la larga, la derrota.
En esas encrucijadas, ¿hay que privilegiar la gobernabilidad y ampliar las bases políticas de sustentación (lo que implica negociar y acordar hacia adentro y hacia afuera de la coalición)? ¿O hay que insistir en la concentración, en la idea de un núcleo puro imprescindible, portador y auspiciante del “cambio de cultura”; en la apuesta de ser conducción y artífice de un ciclo largo de reorganización de la política, los negocios y la inserción internacional?
Por el momento - asimilando las incertidumbres intestinas que alimentan las encuestas, las peripecias de los precios y los saltos del dólar- prevalece en el gobierno la línea del “núcleo duro”.
Como siempre, la última palabra la tiene la realidad.