El gobierno, los gremios y la 'nueva doctrina'

  • Para abonar sus presunciones, en el oficialismo hay sectores que festejan el creciente enfrentamiento con los gremios y ciertos comentaristas que ofician de voceros informales de la coalición gobernante celebran que la Casa Rosada ya no pueda dar marcha atrás.
  • Panorama semanal

El próximo miércoles Hugo Moyano movilizará sus fuerzas (y la de equívocos aliados circunstanciales) para enfrentar -como proclama- “el plan de ajuste del gobierno”. También para contener lo que él sospecha es “una ofensiva antisindical” que tiene como blanco principal a su gremio y a él en particular.


Para abonar sus presunciones, en la atmósfera del oficialismo hay sectores que festejan el creciente enfrentamiento con los gremios y ciertos comentaristas que ofician de voceros informales de la coalición gobernante celebran que la Casa Rosada “ya no puede dar marcha atrás” y estaría forzada -según ellos juzgan o prefieren- a continuar hasta el final una ofensiva que debería llegar inclusive más allá de Moyano.

“Hasta el final” querría decir -se supone- hasta aislarlo totalmente, neutralizarlo, ponerlo en situación análoga a la del “Caballo” Suárez, debilitar el peso del sindicato de Camioneros en el campo gremial y,en definitiva, relativizar la influencia de los sindicatos en la economía y en la política.

Para una porción del país (no tan grande, pero sin duda influyente), el obstáculo que impide a la Argentina ser un país moderno, “del primer mundo”, es la herencia peronista. Algunos lo expresan sin pelos en la lengua (“Es el peronismo, estúpido”); otros, más discretos o cautelosos, apelan a los eufemismos y aducen amplitud ufanándose de tener algún amigo peronista.

Esa porción intensa del electorado de Cambiemos determina en buena medida el clima propio que rodea al gobierno, pero su pensamiento no es exactamente el mismo que guía al centro del macrismo. Al menos, no lo es todavía.

En los despachos principales de la Casa Rosada lo que hoy prevalece, más que un ánimo excluyente o un proyecto de regreso al pasado, es una disposición a pelear por el predominio y el disciplinamiento, especialmente cuando éstos son resistidos. La renuencia y los obstáculos son interpretados como desafíos (en algunos casos, “destituyentes”, con la misma palabreja que impuso en su tiempo la legión intelectual del cristinismo). Basándose en sus triunfos electorales, el gobierno considera legítimo su derecho a administrar sin interferencias.

Legitimidades

Esa legitimidad es indudable, aunque, si bien se mira, las victorias no fueron tan concluyentes (Macri es presidente vía ballotage -su electorado propio sumó en la primera vuelta, cuando salió segundo, un tercio de los votantes-, sus bloques parlamentarios no le alcanzan para garantizar leyes en soledad, circunstancia lo que impulsa afirmar decretos). Su gestión, por otra parte, aunque ha conseguido algunos logros destacables no acierta a contener firmemente la inflación ni ha conseguido atraer la ola de inversiones que pronosticaba.

Es precisamente en estas falencias donde abreva la legitimidad de los reclamos sindicales: los trabajadores no quieren que sus ingresos pierdan frente al costo de vida ni que los puestos de trabajo se recorten. Esa legitimidad también cuenta. Como cuentan otras.

La pulseada del próximo miércoles no había sido convocada formalmente por los camioneros de Moyano sino por la CGT, aunque desde el inicio tomaron distancia los sindicatos que en el triunvirato directivo cegetista se expresan a través de Rodolfo Daer. Con el transcurrir de los días también otros se distanciarían, el último, Luis Barrionuevo, referente de la llamada CGT Azul y Blanca.

Si el gobierno se proponía aislar a Moyano, en esta ocasión lo ha conseguido con ayuda del propio camionero. Fue él quien, tratando de extender la influencia de su movilización, buscó el apoyo del kirchnerismo y de la izquierda. Al hacerlo, empujó hacia afuera a colegas peronistas que en muchos casos sufren en sus organizaciones el hostigamiento de las corrientes sindicales inspiradas por el trotskismo y que no quieren ya cargar en sus espaldas la pesada mochila kirchnerista.

El gobierno no debería confundirse: la fractura del movimiento sindical no le viene bien a una estrategia de gobernabilidad y desarrollo. Entre los sindicatos no hay divergencias, en cualquier caso, sobre las críticas a las políticas laboral, previsional y social del gobierno, sino sobre la manera de expresarlas y el sistema de alianzas en que esa crítica debe sustentarse.

El debate peronista

Este último punto es el eje actual del debate en el seno del peronismo.

Un sector -notoriamente motorizado por una corriente transversal de intendentes del conurbano- propone una estrategia de “unidad ante todo”. No excluyen de esa convocatoria al cristinismo, aunque preferirían que su jefa y sus caras más gastadas mantengan un perfil bajo.

Para este sector resulta imprescindible que el predominio electoral de Cambiemos no se extienda más allá del 2019. Para ese momento, cuando los intendentes pondrán en juego su propia continuidad, quieren contar con los votos que respaldaron a CFK el último octubre.

Otro sector, en el que podría anotarse a los principales gobernadores justicialistas, al peronismo federal legislativo con Miguel Pichetto a la cabeza, y a los sectores sindicales que tomaron distancia del acto de Moyano (también algunos que lo apoyarán el miércoles), pone un límite a la estrategia de unidad: nada con Cristina Kirchner y los suyos. Desde este sector reclaman, también, un debate interno amplio, destinado a actualizar la doctrina y formular una alternativa inteligente a la coalición gobernante, capaz de seducir también a sectores no peronistas.

Hay temas que exigen y exigirán en breve tomas de posición de parte del peronismo. Uno de ellos es el que atañe a la seguridad y la defensa. Los ministros de esas áreas, Patricia Bullrich y Oscar Aguad han visitado en estos días Estados Unidos (“Fueron los dos a Miami a decirles a los yanquis que hicieron los deberes", fustigó Hebe de Bonafini) y prometen novedades.

Bullrich anticipó un “cambio de doctrina” en materia de seguridad que, hasta el momento, no mereció ningún comentario de voces peronistas.

La elección del caso Chocobar para ilustrar la “nueva doctrina” fue un error de cálculo guiado por una lectura precipitada de encuestas de opinión. El gobierno se ha visto involucrado en un debate en el que ya dos instancias judiciales han imputado al policía que baleó por la espalda a un joven delincuente.

El Presidente primero lo elevó como caso ejemplar y ahora persiste en una discusión con los jueces que hasta un gobernador peronista de buen diálogo con el oficialismo como el salteño Juan Manuel Urtubey salió a cuestionar: “Es una injerencia en la órbita de otro poder del Estado -dijo- ya que no se trata de cualquier ciudadano: es el presidente de la Nación". ¿Por qué convertir un par de balazos desde atrás a alguien que huía y ya no representaba peligro en emblema de la “nueva doctrina”?

Defensa y consenso

El gobierno ha hecho trascender, por otra parte, que se propone constituir un Consejo de Seguridad Nacional que, al parecer integrará representantes de distintas fuerzas políticas, procurando dotar de consensos amplios a las políticas de seguridad, defensa e inteligencia.

Un paso en ese sentido ha sido el reemplazo esta semana del jefe del Ejército (el general de brigada Claudio Ernesto Pasqualini fue designado en lugar del teniente general Diego Suñer). El plan de reformas incluye un empleo integrado de las tres fuerzas, consecuentemente, un papel más destacado para la jefatura de estado mayor conjunto y la creación de una fuerza de despliegue rápido con capacidad para intervenir en todo el espacio geográfico en operativos de protección del territorio y los recursos y ante amenazas en expansión como el narcotráfico.

Es una iniciativa oportuna. Hay mucho para actualizar, mucho para corregir, mucho para proyectar.

A partir de la derrota de Malvinas, último capítulo del gobierno dictatorial signado por el enfrentamiento con las organizaciones terroristas, el ineludible repliegue de los militares a los cuarteles y el juzgamiento de los máximos responsables de la dictadura y de aquellos que cometieron delitos a su amparo (“Quienes dieron las órdenes y quienes se excedieron en el cumplimiento de las órdenes”, había dicho Raúl Alfonsín) no resultaron satisfactorios ni para sectores de la militancia política ni para un amplio fragmento de la opinión pública, que íntimamente requería (aunque no se animara a formulárselo plenamente) la minimización extrema de las fuerzas, quizás su evaporación.

Al iniciarse el siglo XXI, cuando parecía que aquellos sentimientos negativos habían perdido intensidad, el gobierno kirchnerista volvió a fogonearlos, en una mezcla de ideologismo y búsqueda pragmática de un enemigo que alimentara la polarización y fortaleciera así a su corriente, que había accedido a la Casa Rosada con un 22 por ciento de los votos.

Ese consenso, soldado por el kirchnerismo ya estaba resquebrajado en el crepúsculo del gobierno anterior. Hebe de Bonafini, emblema devaluado pero vigente de aquel antimilitarismo, así como los jóvenes cristinistas de La Cámpora, ensalzaba la figura del general César Milani, entonces jefe de Estado Mayor del Ejército (y dueño de su aparato de inteligencia), y aplaudía la presencia de efectivos de la fuerza en las villas de emergencia de la ciudad de Buenos Aires, el conurbano bonaerense y localidades del interior.

El Ejército ya actuaba, asimismo, en operaciones de control del narcotráfico, en el marco del operativo Escudo Norte. Y esta situación (“que fuerza los límites de las leyes de Defensa Nacional y Seguridad Interior”, según protestaba el kirchnerista exjefe del CELS, Horacio Verbitsky) era avalada entonces tanto por Daniel Scioli como por Mauricio Macri.

El consenso antimilitar realimentado por el kirchnerismo se encontraba, pues, en disolución antes de que cooncluyera la última presidencia de Cristina Kirchner, pero eso no ha implicado que la dirigencia o la sociedad hayan acordado hasta ahora uno nuevo. La realidad va imponiendo su agenda y la demanda de pensar y proyectar una estrategia en este campo sigue vigente.

La presencia militar en el combate a las redes del narcotráfico, por ejemplo, es a menudo cuestionada alegando que las Fuerzas Armadas no deben actuar en cuestiones de seguridad interna.

Hoy en toda la región se observa la participación militar en cuestiones de seguridad interior: es que la globalización disuelve los conceptos de “afuera” y “adentro”: las organizaciones del delito transnacional no son ejércitos que se congregan en las fronteras para lanzar desde allí alguna ofensiva: actúan en redes transnacionales para las que las fronteras son un leve obstáculo; se filtran a través de ellas como la peste.

En Brasil, el presidente Michel Temer, ante la acción desbordada de la delincuencia y el narcotráfico en Río de Janeiro, acaba de decidir que las fuerzas armadas asuman allí el control total de las operaciones de seguridad y comanden a los distintos cuerpos policiales y el sistema carcelario.

Es un caso extremo, pero no el único: en Colombia, Perú, México (y también en Venezuela) –para citar los ejemplos más notorios- los militares están claramente involucrados en tareas de seguridad interior. Tropas de elite de Nicaragua combaten el narcotráfico.

Como en otras materias, Argentina (sus instituciones, sus partidos, sus fuerzas sociales) debe responder las preguntas que plantea el presente y su proyección a mediano y largo plazo. En este caso: ¿qué fuerzas armadas y de seguridad necesita, con qué tareas, en el marco de qué Estado, con cuál papel en la región y en el mundo?

Estos asuntos, que implican decisiones estratégicas, necesitan una Argentina en la que la lógica de la unidad prevalezca sobre la división y el conflicto.

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