Romero resucita los 'comandos tecnológicos'

Igual que sucede con esos falsos curas, que comienzan su aventura colándose en los confesionarios vacíos para saciar su curiosidad y que, con el tiempo y a fuerza de perseverancia, aprenden a administrar sacramentos con obispal maestría, los antiperonistas disfrazados de peronistas, con un poco de esmero y mucha dedicación, llegan a desarrollar todos los vicios de los peronistas verdaderos.

Así le sucede al exgobernador de Salta y senador nacional vitalicio por esta Provincia, Juan Carlos Romero, que en ocasiones finge ser un peronista pragmático (un antidoctrinario más partidario de los hechos que de las palabras), pero que en el fondo no puede ocultar que ha alcanzado -como aquellos falsos curas- ese punto de dignidad y sabiduría peronista que lo habilita a administrar los sacramentos con obispal maestría.

De no ser así, Romero seguramente no se habría animado a estructurar su actual campaña electoral en base a «mesas sectoriales», como la «Mesa de los Jóvenes Profesionales», la «Mesa de la Economía», la «Mesa de Seguridad», la «Mesa Agropecuaria» y la «Mesa de la Minería».

El peronismo tiene una larga, larguísima, tradición de subordinación de la sociedad civil libre, a través de experimentos fascistoides de variada configuración y muy diferente alcance, pero que en general encajan dentro de esa idea difusa de «comunidad organizada», que, sin variaciones de ninguna especie, acapara desde hace décadas grandes espacios dentro del ideario peronista más vulgar.

Ayer, las «mesas» de Romero se denominaban «comandos tecnológicos», una terminología forjada en el militarismo nacionalista de los años 60, que sería imposible entender sin el necesario complemento del «trasvasamiento generacional», otro genial alumbramiento del fascismo criollo.

La convicción de que hay -o debe haber- una «minería peronista», una «seguridad peronista», un «agro peronista», o una «universidad peronista», convierte a las fuerzas sociales y a los agentes de la producción en meros instrumentos de la ideología al servicio de un Estado omnipresente y todopoderoso.

Ningún partido político democrático del mundo, sea de izquierdas o de derechas, aspira a ejercer un control tan intenso sobre la sociedad y sobre sus individuos.

Romero, como cualquier otro peronista con aspiraciones de poder, carece de un programa político unificado y coherente. Lo que tiene, eso sí, son pequeñas recetas sectoriales, breves discursos para aplacar los apetitos de unos y otros, cuyo único punto de contacto es la necesaria convergencia en un proyecto de sociedad cerrada, personalista, desigual y oligárquica.

En el caso de Romero, por lo menos, el hábito ha podido con el monje. El político pragmático, el que presume de ir por la vida libre de las ataduras del dogmatismo doctrinario, desmiente con sus acciones incluso a sus más feroces críticos, a los que lo acusan de neoconservador, partidario acérrimo del libre mercado y adherente a los postulados neoclásicos.

No nos equivoquemos. Romero no es nada de eso.

Las «mesas» de Romero lo muestran tal cual es: como un político intoxicado por la nostalgia e ilusionado con la instauración de un pseudoparaíso ideológico sin libertad, sin derechos individuales y sin justicia; es decir, un político embriagado por los vapores ancestrales que nublan el entendimiento de todo buen peronista.