La naturalización del mando gubernamental en Salta

  • El gobierno de Sáenz se queja amargamente del comportamiento de los salteños. Si no de la mayoría, por lo menos de una cantidad tan importante de personas que merezca que el Gobernador y su Secretario General les dediquen algunos adjetivos en sus repetidas e insulsas conferencias de prensa.
  • ¡Porque lo digo yo!

Con lo que no cuenta Sáenz -o quizá sí cuenta pero se hace el distraído- es con la abrumadora cantidad de ciudadanos que le obedecen, pensando equivocadamente que el Gobernador puede dar las órdenes que le da la gana.


Lamentablemente no funciona así nuestro sistema político.

Ayer se ha podido leer en las redes sociales cosas como que «Sáenz dio la orden de que no aterrice ningún avión en Salta». Pero cosas como estas, o parecidas a ellas, están fuera de la esfera de competencias del Gobernador. Es más o menos como decir «Sáenz ordenó invertir el sentido de rotación de la Tierra».

Si la Constitución de Salta hubiese querido instaurar una tiranía constitucional, le hubiera dado al Gobernador amplísimos poderes, pero no lo ha hecho. Al contrario, las facultades gubernamentales son bastante modestas, si se las compara con las del Poder Legislativo, que puede, por ejemplo, crear impuestos y decidir sobre otras muchas cosas importantes relacionadas con la vida de los salteños y las salteñas.

Pero como el Poder Legislativo duerme, o sus integrantes se creen parte de una gigantesca maquinaria de poder en la que ellos funcionan como engranajes secundarios, aquí el que hace y deshace es el Gobernador, que puede meter preso a quien se le antoje, no porque él esté convencido de que puede hacerlo, sino más bien porque el común de la gente piensa que el gobierno existe «para meter en cana a la gente».

Así, muchísimos salteños desconocen lo que es la ley. Y lo desconoce el mismo diputado jefe del grupo parlamentario saencista en la Cámara de Diputados, señor Javier Diez Villa, que piensa que las costumbres parlamentarias, como fuente del derecho, tienen un rango superior a la propia Constitución. Creencias como esa son las que explican por qué nos va tan bien como nos va.

Es por tanto, digamos «normal» que a la gente más común uno le mencione la palabra «ley» y ellos automática e inconscientemente la asocien con la palabra «gobierno».

Pero el gobierno no hace la ley. Al contrario, es, por decirlo de algún modo, víctima de la ley, porque en una importantísima cantidad de materias las leyes sirven o se utilizan para sujetar, para contener, para moderar y para limitar al gobierno. La Ley es un instrumento de los ciudadanos para defender su libertad frente al apetito invasor de los gobiernos.

El Gobernador solo puede hacer lo que dice la ley que puede hacer y no lo que a él le salga de las narices.

Pero claro, si a la ley la tienen que hacer unos señores que solamente saben decir «sí Gustavo», la gente seguirá creyendo que la Legislatura es un apéndice del gobierno y que sus integrantes hacen lo que el gobierno quiere que hagan.

Esto no está diseñado así en nuestra Constitución, aunque en la práctica funcione así. Las conexiones políticas entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, la simpatía entre unos y otros, no puede ser nunca excusa para anular los controles y los contrapesos. La Legislatura tiene que ser siempre crítica con el gobierno y evaluar rigurosamente sus actuaciones. Especialmente cuando se trata de un gobierno «amigo», porque si uno quiere ayudar a alguien -por ejemplo, a que sea limpio- le dirá «Me parece que es hora de que te des una ducha». Al amigo al que «le canta el pozo» conviene decirle que se cepille los dientes. Ese siempre será mejor amigo que el que nos huele y a pesar de ello se calla o esconde la basura debajo de la alfombra.

Pero como esta Legislatura que tenemos y los jueces que se sientan en la Corte de Justicia, más que impartir justicia se dedican a blindar la impunidad de los que mandan, para la gente común, la que no se lee los decretos (como dice el ministro Villada) todo forma parte de la misma masa de bollo con chicharrón.

Algún filósofo cuyo nombre ahora no me viene a la memoria dijo alguna vez que una de las formas de poner en evidencia un grado superior del conocimiento es la capacidad de diferenciar y categorizar.

En nuestro sistema político no todas las instituciones valen para lo mismo ni sirven a los mismos intereses. Unas están para una cosa y otras para otras. Hay que saber diferenciarlas, porque si para nosotros todo es lo mismo (una masa infecta y corrupta, por ejemplo) no habrá forma de que podamos distinguir, que es -como decía el filósofo- la forma paradigmática de la ignorancia.

El mando es una cualidad accidental, siempre. El mando que otorga el voto no se puede ejercer jamás para castigar a quienes han votado. El mando gubernamental, por tanto, ni es natural ni puede naturalizarse, porque nuestra naturaleza nos empuja siempre a la libertad, no a la obediencia que es tan antinatural como el mando. Ni Sáenz ni el COE pueden hacer lo que a ellos les convenga, solo porque ellos lo hayan decidido en petit comité. Deben acostumbrarse a gobernar con las leyes que vienen de antes y no aprovecharse de una Legislatura dócil y rendida para enviar leyes que les favorezcan a ellos y perjudiquen al resto. Esto último es la definición exacta de lo que una ley no es.

Frente al desparpajo mandón del gobierno, frente a las bravatas policiales, frente a los submarinos de las comisarías, frente a las amenazas de los fiscales que por el vuelo de un mosquito nos prometen unas vacaciones en la Alcaidía, frente a la sibilina indiferencia de la inútilmente pomposa Corte de Justicia frente a las graves transgresiones de los derechos humanos, frente al silencio cómplice y liberticida de unos legisladores que juraron defender la Constitución y fueron electos gracias al voto libre de sus conciudadanos, siempre cabe una actitud digna: la rebeldía.