A pesar de Urtubey, Salta no es una isla

  • No debemos olvidar que las conquistas de la libertad no son eternas ni imperecederas; que no basta con que un tribunal nos dé la razón, si con la razón no somos capaces de progresar, de madurar y de convencer, y de diferenciarnos claramente de aquellos que solo quieren vencer, a cualquier precio.
  • Un respiro para las libertades en Salta

La sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación sobre la enseñanza religiosa en Salta, que hemos conocido hoy, es de esa clase de decisiones que contiene todos los ingredientes necesarios para llevar a cabo una hermosa manipulación política de sus argumentos. Debemos estar prevenidos contra ello.


Como toda decisión relativa a los derechos fundamentales de los individuos tutelados por la Constitución, esta sentencia es una decisión política más que jurídica. Y no hay nada de malo en que lo sea. Es esta la razón por la cual, desde este punto de vista, resulta comprensible y hasta natural que los argumentos en que esta sentencia se sustenta sean objeto de interpretaciones políticas encontradas.

Por supuesto, no es a esto a lo que me refiero sino al riesgo de que un pronunciamiento tan importante para nuestra sociedad y para el futuro de nuestros niños sea objeto de una manipulación interesada, de una deformación programada, tanto por parte de aquellos sectores conservadores que ven con muy malos ojos una conquista de la libertad, como por aquellos otros que piensan que la caída de la educación religiosa en las escuelas no es nada más que el comienzo del «asalto a los cielos», al que aspiran algunos que suelen confundir la realidad con sus propios deseos.

A mi modo de ver, la sentencia que abate la educación religiosa «estructural», diseñada por Urtubey con el auxilio de los sectores ultramontanos de la Iglesia, es un comienzo, sí, pero no de una debacle social generalizada ni del temido fin de las religiones, o de «Dios en las escuelas», como vaticinó el apocalíptico arzobispo Cargnello. La sentencia señala, felizmente, el comienzo del fin del régimen autoritario y reaccionario que Urtubey construyó ladrillo a ladrillo en Salta, con la complicidad semiencubierta de curas y gauchos, y cuyas profundas grietas (las que se han dejado ver estas últimas semanas) hoy preanuncian una calamidad a corto plazo.

Faltan algunas cosas todavía para que la luz de la libertad resplandezca en Salta: una, la desaparición definitiva del horizonte cívico e institucional de la Provincia del infame voto electrónico; otra, la puesta en libertad de Santos Clemente Vera, por haberse violado sus derechos fundamentales en el proceso que lo condenó.

Si estas dos cosas que faltan suceden en los próximos meses -lo que es bastante probable, por cierto- el fin del gobierno de Urtubey no será ya una aspiración sino una realidad inexorable. Si para cuando estas noticias nos tomen por asalto, el Gobernador no ha abandonado ya Finca Las Costas en busca de mejores aires, es porque algo funciona muy mal en Salta.

La decisión de la Corte Suprema sobre la enseñanza religiosa en las escuelas públicas salteñas es la segunda peor noticia para el gobierno provincial desde la noche del pasado 22 de octubre, cuando los electores decidieron castigar a Urtubey y a sus amigos retirándoles su apoyo y obligándoles a cambiar de rumbo.

Es sabido que, frente al pronunciamiento popular, el Gobernador de Salta, más que cambiar la orientación de sus políticas, ha intentado un desesperado cambio de ciclo a toda vela, en la creencia de que es fácil convencer a los salteños de que el mismo personaje que destruyó lo poco que había en pie en la Provincia puede, de golpe, convertirse en un gobernante eficiente y ordenado y hacer en pocos meses lo que no logró en largos años de caos y desgobierno.

Urtubey nos ha demostrado -y a partir de esta tarde lo demostrará más todavía- que no es de aquellos que tenga miedo a los cambios, que recele de lo nuevo, sino que forma parte del grupo de los que teme que se acabe lo que ahora tenemos; es decir, de los que tiemblan pensando que lo viejo se pueda marchar para siempre.

Pero Salta, afortunadamente, no es una isla, como lo ha demostrado hoy la Corte Suprema de Justicia con sus razonamientos jurídicos. A partir de la sentencia ya no se puede discutir que los cambios, políticos y sociales también son posibles en nuestra Provincia, y deseables, como en otras partes del mundo democrático.

El aislamiento de Salta -más el mental que el político- se ha roto parcialmente hoy, el día en que la máxima autoridad del Estado en materia de derechos y libertades públicas fundamentales ha dicho, con una claridad pocas veces vista, que los salteños no somos ni criaturas especiales ni diferentes al resto de los seres humanos; que nuestras costumbres ancestrales no merecen ser tuteladas si con ellas se discrimina y se profundiza en la desigualdad de nuestros semejantes y que hay un ancho mundo allí afuera, construido a base de libertades y de derechos, con el que podemos compararnos, muy a pesar de los que se empeñan en negar lo que nos rodea y en aborrecer las comparaciones.

Hoy ha caído uno de los pilares que sostenían el edificio del poder autocrático de Salta. Pero faltan todavía otros. Para que esta conquista de la libertad sea de verdad el principio del fin del aislamiento, es necesario defender con convicción la decisión de la Corte Suprema contra las manipulaciones de quienes desean perpetuar el atraso y la marginación de Salta. No debemos dejar que con esta sentencia pase algo parecido de lo que sucedió en Salta con los abortos no punibles, reducidos a letra muerta por un decreto de Urtubey.

Y no debemos olvidar ni por un minuto que las conquistas de la libertad no son eternas ni imperecederas. Que no basta con que un tribunal nos dé la razón, si con la razón no somos capaces de progresar, de madurar, de convencer y de diferenciarnos claramente de aquellos que solo quieren vencer, a cualquier precio.

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