El 'patriotismo constitucional' de Romero, bajo la lupa

Un debate de ideas, abierto, leal y transparente, como el que dice proponer el romerismo crepuscular, se asemeja más a una trampa para moscas que a una oferta sincera de diálogo constructivo, en la medida en que se afirma en la deformación interesada y la tergiversación de ideas y valores.

La desvergüenza ha rozado estos días límites realmente preocupantes con la sorpresiva mención del «patriotismo constitucional» como una de las bases en la que -supuestamente- se sustenta la convocatoria al denominado 'Consenso de Cambios', ese movimiento de alfiles que, como casi todo el mundo sabe ya, constituye la marca registrada de la operación de retorno al poder del régimen clientelar y corrupto que durante doce años oprimió a los salteños y elevó los índices de pobreza y desigualdad social hasta niveles nunca antes conocidos.

Para entender el significado y el alcance de la contradicción tan profunda que supone que un grupo oligárquico, que se esmeró en potenciar al máximo las particularidades étnicas y culturales de los salteños, y en despreciar, por consiguiente, los valores universales de la política y la ciudadanía libres, reivindique ahora una especie de hermandad sin fronteras basada en el patriotismo constitucional, forzosamente hay que penetrar en el laberinto conceptual que se esconde detrás de esta ambigua expresión.

Un concepto de difícil aprehensión

Las dificultades son enormes, por cuanto, a pesar de que han transcurrido más de 35 años desde la invención del concepto de Verfassungspatriotismus por el alemán Dolf STERNBERGER, carecemos todavía de una explicación filosófica general y abarcativa acerca de lo que es el patriotismo constitucional. Sabemos, eso sí, que los defensores de este concepto se han basado y se basan aún en las traducciones de los escritos de Jürgen HABERMAS, cuyos trabajos sobre esta materia están todavía muy lejos de ofrecer una teoría independiente y bastante por sí misma.

En líneas muy generales y siguiendo la formulación de Cécile LABORDE (profesora del Department of Political Science / School of Public Policy de la University College London), el patriotismo constitucional puede ser interpretado como la valorización del universalismo por sobre el particularismo; es decir, como el reemplazo de los vínculos culturales y étnicos -que por definición son específicos- por la adhesión a instituciones, valores y símbolos potencialmente universalizables (la democracia, la libertad, el respeto a la justicia o los Derechos Humanos) como elementos de cohesión e integración de la sociedad pluralista y abierta a diferentes formas de mestizaje.

En la formulación de Habermas, el patriotismo constitucional postula la primacía de los procedimientos sobre la sustancia, en tanto no promueve la lealtad hacia comunidad sustancial específica alguna ni fomenta las ensoñaciones románticas que nos proponen las tradicionales ideas de patria y nación, sino que persigue el único propósito de que los ciudadanos de una determinada comunidad política sean leales a los procedimientos democráticos de la constitución o, mejor dicho, de las constituciones, porque no se limita a los valores de una constitución en particular.

De hecho, lo que para Sternberger era tan solo una respuesta al desafío de la identidad nacional de Alemania Occidental, que, enfrentado a sus antiguos fantasmas, intentaba promover la identificación de los ciudadanos con un sistema político cuyos valores estaban sintetizados en y simbolizados por la Ley Fundamental de Bonn, Habermas lo presentó como el fundamento ideal de la identidad nacional para cualquier Estado.

Críticas y objeciones

Resulta casi imposible resumir aquí todas las críticas y objeciones que han sido dirigidas al patriotismo constitucional, de modo que me limitaré a citar dos, que considero importantes:

La primera, su falta de formulación como una teoría independiente y bastante por sí misma, que impide considerarlo como una especie de panacea cívica, capaz de resolver todos los conflictos posibles, sobre todo el colapso político colectivo. El patriotismo constitucional no proporciona respuestas a preguntas clave sobre la autodeterminación política, que algunas teorías rivales, como la del nacionalismo liberal, bien podrían estar en condiciones de responder (aunque tales respuestas pudieran no llegar a ser satisfactorias desde un punto de vista normativo y práctico).

La segunda, que el patriotismo constitucional, tal cual ha sido formulado por Habermas tiende de algún modo también a homogeneizar a los ciudadanos y a instaurar una especie de «religión civil» potencialmente autoritaria; una fe que puede llegar a ser también intolerante y excluyente como cualquier otra religión. En este último sentido, el patriotismo constitucional que ahora defiende Romero no difiere sustancialmente, en cuanto a su potencial totalitario, de la «revolución del amor en acción» y la «religión civil de las emociones públicas» defendida abiertamente por Urtubey, en sintonía con los sectores más reaccionarios de la Iglesia.

Las contradicciones

De lo que no puedo escapar es de la tentación de sacar a la luz pública las contradicciones en que incurren los adalides del 'consenso romerista' al defender, a un mismo tiempo, el patriotismo constitucional y los principios del pronismo más rancio y telúrico.

Porque si contra algo se puede enarbolar la bandera de un patriotismo basado en los principios y valores democráticos universales en la Argentina ese algo son las mixtificaciones aberrantes de las ideas de Patria y de Nación, propias de los nacionalismos autoritarios, autárquicos y excluyentes.

Aunque el patriotismo constitucional, como hemos visto, pone en escena a otro tipo de fantasmas, no se puede olvidar que su objetivo último es el de combatir a aquellos que hicieron de la política el reino de la violencia y de los mitos.

Es imposible no recordar aquí la famosa frase de Mussolini; «Nuestro mito es la nación. Nuestro mito es la grandeza de la nación. Y a este mito, a esta grandeza que queremos traducir en realidad, subordinamos todo», estrecha e infelizmente emparentada con la no menos famosa apelación peronista a «la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación».

Deberán explicar Romero y sus teóricos de qué modo piensan conciliar el patriotismo constitucional que invocan con las manifestaciones más profundas del descolorido folklore peronista que todavía infectan sus documentos.

Pero hay más contradicciones.

¿Con qué autoridad moral puede reclamar un consenso político basado en el patriotismo constitucional (que por definición se opone la exaltación de las particularidades culturales y étnicas como vehículo de cohesión, fundantes de la solidaridad entre ciudadanos) aquel a quien se considera como el mayor fabricante de símbolos de Salta?

Es realmente irritante la invitación a abrazar la causa de los valores universales de la política y la ciudadanía libres formulada por el inventor de la bandera de Salta, por quien modificó a su antojo el Escudo provincial, creó para su gobierno un logotipo con la silueta de Güemes, obligando a imprimirlo en todos los documentos oficiales y hasta se animó a bendecir un himno a la bandera de Salta.

¡Quién puede comprar la idea de que el romerismo -el mismo movimiento provinciano que propició la creación de iconos infraculturales definidos como «ateneos subdesarrollados», por uno de los que hoy ardorosamente lo defiende- se ha transmutado en lo que hoy podríamos entender como un movimiento que promueve el universalismo transcultural!

Resulta casi un sarcasmo que aquel que hoy propugna una cultura política compartida, independiente de las subculturas particulares y de sus identidades prepolíticas, así como el abandono de los localismos estériles y paralizantes, sea la misma persona que durante doce larguísimos años abanderó un federalismo plañidero, profundamente ineficiente, que arrinconó a Salta, la condenó a un destino periférico y desconectó a los salteños del mundo.

Conclusión

Todo ello para no referirme más extensamente -porque ya lo han hecho otros- a la contradicción entre el ardiente patriotismo constitucional de quien reformó dos veces la Constitución provincial en su exclusivo provecho, redujo nuestra norma fundamental a la altura de los estatutos de su empresa y despreció uno por uno (casi sin omitir ninguno) todos los principios del constitucionalismo moderno, pasó por encima de los Derechos Humanos cuantas veces se lo propuso y fundó el capitalismo de amigos que ahora critica.

Al final, por mucha autoridad que aún posea el anciano Habermas y por mucho interés que despierte su obra, nuestras cátedras de Filosofía Política y Psicopatología deberían alguna vez ocuparse de aquella inolvidable frase de su secretario personal que definió al nuevo patriota de los valores constitucionales como «el salteño más talentoso, uno de los mejores gobernadores de la Argentina, un hombre que entró en la historia grande de esta Provincia, que tiene una historia propia y un hombre como Güemes, figura tutelar desde el aspecto cultural e histórico».