Javier Mascherano, el nuevo Jefe Espiritual de la Nación

La sobresaliente actuación de ayer de Javier Mascherano, artífice de la clasificación argentina para la final del Mundial, le ha valido el reconocimiento unánime de un país cainita, que a lo largo de su historia ha hecho gala de una inusual pasión por la desunión y que ha mostrado al mundo su extraordinario talento a la hora de elevar a los altares a los ídolos más mediocres, como mejores representativos de su esencia.

La entrega y el liderazgo de Mascherano quedarán en la retina de millones de argentinos, cualquiera sea la suerte que depare el partido final, en el que todos esperan que no sea ya la épica sino el buen fútbol el que ayude a coronar un sueño colectivo que, a estas alturas, se antoja ya más importante que los famosos y largamente postergados objetivos de «la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación».

Mascherano representa el equilibrio tan esquivo para un pueblo pendular que se ha debatido siempre entre sus pulsiones autodestructivas y el exceso de autoestima, sin acertar a encontrar jamás el camino de la moderación y el consenso. La figura de «el Jefe», como agente de la cohesión y el orden, simboliza también, en cierto modo, la profunda inmadurez de un conjunto social que es incapaz de asumir con humildad que todavía precisa de una autoridad fuerte, del sacrificio y del trabajo mancomunado para obtener ciertos logros.

La imagen de un Mascherano inmenso, capaz de arrebatarle con gloria la pelota a Robben en el último suspiro del partido, devuelve al espíritu nacional la fortaleza que las contradicciones de la política le han sustraído durante siglos enteros y enseña que no es darle la espalda al mundo ni despreciar a los que viven en países extranjeros, sino aprender de ellos y estudiar cuidadosamente sus movimientos, lo que puede llevarnos a obtener los mejores resultados.

El nuevo Jefe Espiritual de la Nación es, porque su fútbol y su carácter así lo demuestran, un deportista cosmopolita, que cuando las circunstancias lo requieren, en vez de soltarle al rival un vulgar «la concha de tu madre», lo despacha con un «fuck off», pronunciado en perfecto inglés.

Pero el Jefe no solo es capaz de ensayar variados registros verbales y lingüísticos, sino también de desplegar un fútbol poliédrico, de tiralíneas, en el que los brillos propios de su San Lorenzo natal (por cierto, el mismo lugar en que se dejó los pulmones el heroico Sargento Cabral, atravesado por una aviesa bayoneta realista) alternan con el espíritu de sacrificio y la disciplina del fútbol europeo, en el que nuestro nuevo héroe se siente tan reconocido como en el que lo vio nacer.

Así como una vez, también en un mes de julio oscuro, frío y brumoso como este, el reloj y el corazón de los argentinos se detuvo a las 20 y 25 horas, ayer asistimos a otro tránsito a la inmortalidad. Sucedió en el minuto 90 más 5 segundos del partido contra Holanda, cuando el precioso botín derecho del Jefe mandó al córner una pelota que -como aquel zurdazo al palo de Rensenbrink el 25 de junio de 1978- nos habría arrebatado no solo la gloria sino también nuestra propia identidad.

¡Larga vida a Javier Mascherano!