
Según la información oficial del gobierno de Salta, el Gobernador de esta Provincia, Juan Manuel Urtubey, compartió ayer al mediodía mesa y mantel con sindicalistas de diferentes sectores de actividad, en «un tradicional locro» (hasta ayer era desconocida esta «tradición»), que se sirvió en la sede del Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor.
No se trataba, claro está, de una víspera cualquiera, puesto que el ágape se realizó en el mismo momento en que el país se encontraba sobresaltado por la dura huelga que, contra el gobierno de Macri y sus políticas, había sido convocada por un puñado de sindicatos peronistas, tan peronistas como los que ayer compartieron tripa gorda y huesitos salados con el Gobernador.
La información oficial del aparato de comunicación pública del gobierno comienza enunciando una gran mentira, pues dice que «durante su discurso el mandatario reafirmó su compromiso de seguir luchando y velando por los derechos de los trabajadores». No es mentira que haya dicho esto, por supuesto. La mentira es que nunca en sus doce años de gobierno Urtubey formuló ningún compromiso de luchar y velar por los derechos de los trabajadores.
Pero, aunque ese compromiso constara de modo fehaciente en algún documento público, lo cierto y verdad es que el Gobernador de la Provincia y apresurado candidato a Presidente de Nación, muy lejos de «luchar y velar» por los derechos de los trabajadores, los ha dañado y los sigue dañando, como probablemente no ha hecho ningún antecesor suyo en el cargo.
Seguramente no se puede cometer mayor afrenta contra los trabajadores asalariados que tolerar y fomentar, desde las más altas instancias del Estado, que más de la mitad de los empleados en el sector privado de la economía provincial carezcan en absoluto de derechos, por no estar registrados; es decir, por trabajar de forma clandestina. Esto significa sencillamente que ninguno de los que se encuentra en tal situación está amparado por un convenio colectivo, no disfruta de ningún derecho laboral reconocido, no aporta a la caja común de la seguridad social, no está protegido por el gobierno ni por los sindicatos, y vive sumido en la más humillante y segura de las explotaciones.
Todo ello, gracias a que el gobierno de Urtubey, no solo por la deficiente actuación inspectora (que es del cuarto mundo laboral), sino por su descarada complicidad con los grandes y pequeños patrones (el hermano menor del Gobernador es un alto dirigente de la Unión Industrial Argentina, la principal patronal del país), alienta un escenario de relaciones del trabajo en el que el disfrute de los derechos laborales no lo decide ni la ley ni los convenios colectivos sino la omnipresente voluntad del empresario, reforzada siempre por la sanción invisible del gobierno cómplice.
Aun si quitásemos de este escenario el elevado nivel de desempleo que las encuestas periódicas registran en Salta, sin que a los sindicatos ni al gobierno se les mueva un pelo, en las condiciones que acabamos de describir, la tarea de «recuperar la dignidad del movimiento obrero como el verdadero gestor de la transformación social de la Argentina» se antoja imposible. No hay ni puede haber dignidad con un porcentaje tan elevado de trabajo en negro, con una cantidad semejante de obreros abandonados a la arbitrariedad de su empleador y frecuentes víctimas de este.
Cuando Urtubey decidió renunciar a su sueldo de Gobernador, dijo con bastante claridad que a partir de ese momento iba a vivir de sus rentas como «productor agropecuario». Desde entonces -y aun antes- el Gobernador lleva una vida rumbosa, plagada de ostentaciones y carísimas vanidades, que, si nos dejásemos guiar por sus propias palabras, paga el esfuerzo de los trabajadores que están a su servicio en el famoso y nunca bien auditado criadero de chanchos. En ningún país del mundo el movimiento sindical se rinde tan fácilmente a los caprichos de los patrones multimillonarios como lo hacen los sindicalistas de Salta, que el día en que por calendario están convocados a recordar sus luchas y a honrar a sus mártires, sientan en la cabecera de la mesa a uno de patrones que, por activa y por pasiva, más daño les ha provocado.
Más complicado que todo lo anterior es el párrafo del discurso de Urtubey en el que afirma, con cierta soltura, lo siguiente: “estamos reasumiendo nuestro compromiso con las convicciones e ideales que hacen que cada uno y cada una de ustedes dediquen su vida a representar los intereses de los trabajadores de los sectores vulnerables de la Argentina”.
Aunque el Gobernador, utilizando esta vez el plural de la primera persona, vuelve a hablar de «compromiso» (y de «reasumirlo», como admitiendo que en algún momento lo ha abandonado), más inverosímil que todo esto es la afirmación de que los sindicalistas dedican su vida «a representar los intereses de los trabajadores», lo cual no es cierto, si miramos los resultados de la contabilidad social primero y si examinamos las cuentas corrientes de los principales sindicalistas del país después. Si lo hiciéramos, podríamos descubrir que muchos de los sindicalistas, del mismo pelaje de los que ayer locrearon a Urtubey, llevan ejerciendo los mismos cargos en federaciones petrificadas y bloqueadas desde hace más de treinta años y gozan de niveles de vida realmente envidiables.
Pero de la frase anterior, quizá lo más reprochable es que Urtubey se refiera a los trabajadores como un «sector vulnerable» de la sociedad argentina.
En casi todo el mundo industrial avanzado, los trabajadores constituyen, sí, una clase social amenazada y subordinada, pero no especialmente «vulnerable»; o no «vulnerable» per se. Este adjetivo está normalmente reservado para aquellos sectores sociales marginados o excluidos de la protección social (o amenazados de exclusión), de modo que difícilmente quien obtenga rentas periódicas por su trabajo personal, disfrute de derechos laborales y de prestaciones sociales, por muy insuficientes que sean, pueda ser considerado «vulnerable» como por ejemplo lo son los enfermos sin seguro médico, las personas sin vivienda, los niños pobres o las mujeres víctimas de violencia.
El que Urtubey considere a los trabajadores salteños como «vulnerables» dice mucho de la actitud de su gobierno frente al fenómeno del trabajo asalariado. Ningún trabajador salteño debería estar marginado o excluido. Si lo están y si por ello son vulnerables es porque el gobierno provincial permite que sus derechos sean vulnerados de forma sistemática.
Para concluir, el Gobernador dejó una frase de su arsenal dialéctico de candidato presidencial. Es la que dice: «Quiero una Argentina con dignidad, con trabajo, porque me tocó ver el sol en esta tierra de Güemes, en esta tierra donde nuestros gauchos han forjado nuestra historia y nuestra tradición y tenemos que estar a la altura».
Quien en más de una década de gobierno omnímodo no ha conseguido construir en Salta un piso mínimo de dignidad para todos los habitantes de la Provincia, muy difícilmente -y a pesar de sus deseos- pueda conseguir inyectar dignidad a toda la Argentina, y hacerlo en un plazo aún menor.
Desde luego que si para conseguir una proeza como esta la única herramienta de que se dispone es el «haber visto el sol en esta tierra de Güemes» o la «historia y la tradición forjada por nuestros gauchos», la tarea es todavía mucho más difícil.
No solo porque en Salta la tradición gaucha está más bien emparentada con la Salta holgazana e improductiva y con la insolente prepotencia de los patrones, sino porque la historia salteña de las relaciones de trabajo no es precisamente un dechado de dignidad sino un ejemplo acabado de ignominia, paternalismo, atraso y explotación.
Y de esa fina tradición, perfectamente identificable en la «historia salteña», es directo heredero y ejecutor el mismo Gobernador que, después de doce años de desaciertos y fracasos, ha prometido ayer -como Benito Mussolini hace 80 años- poner a su pueblo «de pie».
Es de desear que el autor de la promesa de poner «de pie» a su gente no termine su carrera, como el Duce, cabeza abajo.