'Bono': Rock y hambre en el país que ha enterrado la autonomía colectiva

  • El pago del «bono», por su oportunidad, por su background y por sus connotaciones políticas, es una decisión demagógica, pensada y diseñada para minimizar, o incluso para anular, calculadamente, la inquietud social que en la Argentina asume formas generalmente violentas cuando se acerca el mes de diciembre.
  • Como los militares, pero un poco peor

Hace muchos años, cuando el militar Roberto Viola se hizo con el control del poder, tras el paso al costado de Videla, el recién estrenado presidente de facto acudió a una velada de boxeo en la ciudad de Rosario, en donde fue recibido con abucheos y silbidos por parte de un público que no cesaba de cantarle: «Y ya lo ve, y ya lo ve, subí los sueldos que tenemos que comer».


Viendo este espectáculo -irreprochablemente democrático, por cierto- cualquiera, antes y entonces, podría llegar a la conclusión de que, o bien todos los trabajadores argentinos son agentes del Estado (es decir, trabajadores públicos), o que la cuantía de los sueldos de los trabajadores privados depende de una decisión del gobierno.

Inaugurada la democracia, el presidente Raúl Alfonsín hizo -sobre todo en sus comienzos- algunos esfuerzos porque el soberano comprendiera que el mundo sindical no puede funcionar como un apéndice del Estado y que, superadas las tentaciones corporativistas, los trabajadores y los empresarios son dueños de un especial atributo que se conoce en el mundo con el nombre de autonomía colectiva, que en muy pocas palabras se puede caracterizar como el reconocimiento de que disfrutan ciertos grupos contrapuestos de autorregular sus intereses privados de la manera que mejor les convenga, sin intervención coactiva del Estado.

Pero el fracaso de Alfonsín con su impulso inicial de poner en vereda al mundo sindical dejó algunas cosas buenas, como por ejemplo la desconfianza de los trabajadores (no tanto de los sindicatos) hacia la intervención centralizada del Estado en las relaciones de trabajo en general y en la negociación colectiva en particular.

Treinta y cinco años después de aquello, el presidente Mauricio Macri ha destruido aquel avance, entre pedagógico y civilizador, con su insólita decisión de obligar por decreto a las empresas privadas, de cualquier dimensión que sean, a pagar a sus obreros una cantidad extraordinaria en concepto de «bono» (palabra mal utilizada, pues en el peor de los casos debió utilizarse la palabra «bonus»).

El pago del «bono», por su oportunidad, por su background y por sus connotaciones, es una decisión demagógica, pensada y diseñada para minimizar, o incluso para anular, calculadamente, la inquietud social que en la Argentina asume formas generalmente violentas cuando se acerca el mes de diciembre.

Es conveniente entender esta calificación como lo que es (un adjetivo político) y no desviarse del tema, pues oponerse a una decisión demagógica que sacrifica la autonomía colectiva que tanto les ha costado a los trabajadores conseguir, no supone despreciar de ningún modo el refuerzo de sus salarios, que es necesario y se podría decir casi inevitable.

Si el pago de este triste «bono» se hubiese acordado en la mesa de negociación colectiva, sea en cada empresa o a nivel de sector de actividad, su legitimidad hubiese sido inobjetable. Pero así no ha sucedido, y el pago de esta cantidad extraordinaria (despojada, además, de los beneficios normales de que disfruta una prestación salarial), ha sido acordado por una central de trabajadores (en el nivel confederal, por decirlo de algún modo), con el agravante de que ha sido la propia central obrera la que ha exigido que el pago de esta cantidad se «asegure» mediante un decreto; es decir, por la fuerza, como si el propio sindicato desconfiara de su poder.

A estas alturas, ya casi cualquier persona puede valorar el riesgo que entraña la fijación centralizada y autoritaria de los salarios y las condiciones de trabajo. No hablo, por supuesto, del salario mínimo, que en la mayoría de los países con economía de mercado está regulado por el gobierno (salario mínimo legal) o es acordado de forma colectiva entre los interlocutores sociales, generalmente por medio de un acuerdo intersectorial nacional. Hablo de los otros salarios que por lo general son incapaces de adaptarse por completo a las diferencias de productividad entre empresas o zonas geográficas del mismo sector. Porque cuanto mayores sean aquellas diferencias, mayor será el riesgo de que la ampliación del ámbito de negociación (o de decisión) genere una asignación inadecuada de la mano de obra, con salarios elevados (y bajas tasas de empleo y de producción) en empresas con escasa productividad.

El bla bla bla laboral argentino, antes que poner el grito en el cielo por la virtual anulación de la autonomía colectiva, ha denunciado que las pequeñas y medianas empresas no van a poder pagar el «bono» (lo cual no es totalmente cierto) y que las organizaciones patronales que agrupan y representan a este tipo de empresas no han firmado el acuerdo, ni han sido llamadas a suscribirlo (lo que parece que es totalmente cierto).

Pero la cuestión no es esta, sino -como decíamos dos párrafos más arriba- el inusual nivel del acuerdo y su peculiar forma de instrumentación práctica. A lo que podríamos añadir un tercer problema, de orden cultural: la decisión del gobierno de Macri no hace otra cosa que reforzar la errónea creencia popular de que la cuantía de los sueldos de los trabajadores argentinos lo decide el gobierno federal, lo cual sí que es una mentira que no se puede seguir abonando. Macri no ha hecho otra cosa que tirar piedras hacia su propio tejado.

Hay empresas pequeñas que, por su situación de mercado, podrían tranquilamente pagar el «bono» multiplicado por tres, y empresas gigantescas que estarían condenadas a la quiebra si se propusieran pagar solo la mitad. Por eso es que más razonable hubiera sido negociar esta misma prestación en los niveles apropiados que garantizasen que los trabajadores van a tener un ingreso extra, sin poner en riesgo la viabilidad o la existencia misma de las empresas para las que trabajan, o sin introducir factores de incertidumbre en una economía nacional que lucha para controlar la inflación y lograr la estabilidad del precio del dólar.

Es decir, que mientras el trabajador teóricamente beneficiado por una cantidad extraordinaria de dinero que su empresa no puede pagar está protegido frente al despido (porque el gobierno ha impuesto una especie de «periodo de reflexión» para que la decisión extintiva se produzca tan lejos en el tiempo como buenamente se pueda), no hay en teoría nada que impida que una empresa vaya a la quiebra y que cierre sus centros de trabajo, mientras se siguen devengando unos salarios angélicos que nunca se cobrarán. Los trabajadores serán siempre los perjudicados, porque así sucede fatalmente cuando se los intenta proteger de una forma excesiva y voluntarista, y con las herramientas inadecuadas.

Por su ridícula cuantía y por su naturaleza jurídica, el «bono» es un simple tapabocas, un caramelo de fin de año para mantener a cierta gente contenta. Si además, para ponerlo en práctica, los trabajadores pierden mucho más de lo que ganan, realmente es para que los que han decidido obligar a las empresas a pagarlo se lo hagan mirar bien.

De momento, y como este asunto ya no se puede parar, el mejor consejo que se le podría dar al presidente Macri es que no vaya a ningún combate de boxeo en Rosario. No vaya a ser cosa que la popular reaccione aplaudiéndolo por su «valiente decisión» de otorgar por decreto un falso aumento de sueldo, que ni siquiera él mismo está en condiciones de pagar a los trabajadores que de él dependen.