
Cuando llegue el próximo mes de diciembre y se haya renovado el ciclo democrático de la Argentina, los dos grandes capataces de Salta habrán completado 24 años seguidos de gobierno y -atención- 72 años de vida política entre los dos.
Si pensamos por un momento que el mismísimo Perón gobernó durante 10 años casi exactos (sumando sus tres presidencias) y que su vida política duró solo 31 años (entre 1943 y 1974), ya podemos imaginar que en Salta está pasando algo muy extraño y muy difícil de explicar.
Se podrá objetar esta comparación diciendo que Perón es una sola persona y que Urtubey y Romero son dos. Pero es que ni Urtubey ni Romero, ni juntos ni separados han sido ni una centésima de lo que fue Perón en su época, y aun así es dudoso que se trate de dos personas diferentes. Más realista sería en todo caso hablar de «un solo sultán verdadero».
En consecuencia, parece mentira que con los años que llevan estos dos señoritos jugando con las cosas de comer de los demás todavía en 2019 tengamos que escucharlos dando sermones a los ciudadanos y hablando de bienaventuranzas futuras, como si ellos -justamente ellos- no tuvieran pasado, como si fuesen totalmente inocentes y nada tuvieran que ver con los males que nos aquejan.
Aquí hay un problema, evidentemente, y es responsabilidad de los salteños que aún conservan su sensatez más o menos incólume encontrarle una solución. En este asunto ya poco tiene ver la longevidad del peronismo y sus rarezas psicosociales. Hay algo más, que no está muy claro y que convendría averiguar.
Romero y Urtubey han acaparado primero y ejercido después un poder enorme, pero inversamente proporcional a su utilidad social y a su eficacia política. Salta ha avanzado algo, es verdad, pero es más cierto que sin ellos Salta habría incluso progresado y probablemente hubiera puesto fin a una parte importante de sus problemas. A veces las sociedades avanzan porque no hay más remedio, y este parece ser el caso de Salta.
Después de 24 años de hegemonía personalista (porque no se puede hablar de «peronismo») Salta presenta unas carencias asombrosas y unas patologías sociales que antes no existían y que son de auténtica vergüenza para cualquier pueblo medianamente civilizado. Muchos hacen sangre con los atrasos económicos y sociales, pero a mí me gustaría destacar el grave déficit democrático, que es la madre de todos los problemas. Cualquiera que, como yo, a mediados de los años setenta del siglo pasado haya soñado con la democracia, con la libertad, con la justicia y con sus beneficios no puede sino sentirse defraudado por esta pobre caricatura que nos ofrecen los políticos de hoy, empezando por Romero y terminando por Urtubey, que si bien son políticos de ayer, hoy aparecen ante el gran público como los principales adalides de la catástrofe.
No voy a caer en la tentación fácil de atribuir el fracaso de sus gobiernos a su ambición personal, a los negocios oscuros y al amiguismo. Antes al contrario pienso que lo que les ha faltado es precisamente ambición, negocios y buenos amigos. Pero más que esas tres cosas les ha faltado inteligencia y capacidad para gobernar. Los dos se han improvisado como políticos, les ha podido el ego que portan y les ha sobrado orgullo, egoísmo y ensimismamiento. No busquemos más ni intentemos destapar asuntos turbios (que para eso están los fiscales hoy dirigidos por el insigne Mannix) y nos concentremos en la verdad más evidente: En los últimos 24 años nos han gobernado dos señores muy poco preparados para ocuparse de los asuntos públicos, y los resultados están a la vista de todos.
¿Por qué motivo entonces los salteños habrían de abrirle un nuevo crédito a Romero y a Urtubey? ¿Qué razones hay para prolongar más allá de toda razón su vida política, sobre todo teniendo en cuenta que está en nuestras manos ponerle fin a tantos años de incapacidad personal y de mal gobierno?
Romero se presenta por enésima vez como candidato a senador nacional por Salta, y esta vez con el argumento de que él conoce mejor que nadie las claves de ese cargo tan importante. Pero es que si un carnicero se dedicara 50 años a faenar reses, probablemente ocurriría lo mismo: no habría nadie que supiera más que él del asunto. El tiempo no hace sabias a las personas que no lo son, y esto vale tanto para un carnicero como para un senador.
Urtubey, por su parte, habla ahora de felicidad, de bienestar y de «poner dinero en el bolsillo de los argentinos», tal y como él hubiera hinchado hasta reventar el bolsillo de los salteños y desparramado bienestar entre sus comprovincianos, cosas que por supuesto no hizo. Durante años nos pintó la cara con la leyenda «yo me he preparado para ser presidente», y de lo que nos ha convencido es de que para presidente puede ser, pero para Gobernador se fue «a poncho». Si un cirujano no ha sido capaz de operar un forúnculo, nadie confiará en él para operar el cerebro. Por eso, lo que está deseando ahora la mayoría de los argentinos es que dirija el país cualquiera menos los que se han «preparado» obsesivamente como Urtubey; es decir, los que se han quemado las pestañas y desgastado los codos para llegar por el simple deseo de llegar. Si la «alternativa» es Urtubey, sería mejor, de todo punto de vista, que nos gobernara un carnicero sin experiencia, o el peluquero de la Cámara de Senadores de la Nación.
Romero y Urtubey se definen, los dos y casi al unísono, como «sujetos de poder». Pero el poder no nace en ellos sino en el pueblo. No son ellos los que distribuyen los honores y las influencias en la sociedad en la que viven. No son intocables y, desde el punto de vista moral, están a la altura de cualquiera de nosotros. Por no decir que desde el punto de vista intelectual están bastante por debajo. Basta ver a su grey de seguidores para darse cuenta, porque el nivel de inteligencia del que aplaude da la medida precisa del nivel de inteligencia del aplaudido.
Y si lo que les gusta es hacer coro, pues démosle la oportunidad de que nos digan juntos y a una sola voz que van a dejar por fin que los salteños elijan en libertad, y que ellos, con sus riquezas y sus poderes, se van a dedicar a cultivar tulipanes. Es hora de que aflojen.
No solo porque su abandono de la vida política mejorará automáticamente nuestra democracia sino porque el tiempo que va pasando, y que pronto sorprenderá a uno con 70 años y a otro con 50, más que a la gloria los acerca a la vergüenza, más que al mito los acerca al escarnio, y más que al poder los acerca al vacío. Verlos hoy arrastrarse de este modo después de haber tenido a sus pies a medio Salta y decidido sobre la vida, la muerte y la hacienda de un montón de gente, a decir verdad, da un poco de pena. Por lo menos, Güemes murió joven y haciendo algo por los suyos.
Pero para comprender todo esto hace falta inteligencia, y mucho me temo que si en el último cuarto de siglo esta veleidosa y esquiva dama no se ha dado una vuelta por Finca Las Costas, difícilmente lo haga ahora cuando es más probable que sea el encapuchado de la guadaña el que visite la reserva natural.